Toluca, México; 11 de octubre de 2018. Huele a miel. No. Pero huele a miel. No, no es miel, pero así huele, aunque las flores, aunque las flores rosas y amarillas atraigan las abejas y en el horizonte de las tumbas se formen las nubes con estos enjambres esparciendo el polen y su olor.
Porque huele a miel a pesar de las miles de fosas que hay aquí, a pesar incluso de una capilla que dice “Familia Manzur”, perdida entre los Pérez y los Rodríguez y de las pocas damasquinas que, después, lo volverán todo amarillo.Huele a miel y quienes limpian las tumbas, quienes les quitan el aliento a sepultura, cobran todavía 60 pesos por podarlas, engalanarlas, ponerlas más o menos, para que no se enojen los vivos pero sobre todo para que no se enojen los muertos. Porque eso pensamos, o eso creíamos.
Eso, antes de los tráileres de la muerte que ruedan por todo el país con sus cargamentos vueltos lixiviados, por orden de los gobiernos locales porque en las morgues ya no cabe ni un sólo cadáver más, ni siquiera los descuartizados.Datos de los buscadores de cuerpos, de los respiradores de ausencias dicen que hay 37 mil desaparecidos, por lo menos, en México, y sus destinos pueden ser cualquier fosa clandestina, cualquier morgue que los haya clasificado mal o, en suma, cualquier casa donde habiten un hombre y una mujer como el Monstruo de Ecatepec, a quien le achacan por lo menos 20 asesinatos de mujeres.
En Ecatepec, uno de los municipios más siniestros del mundo, habitan todos los monstruos del mundo. Está ése, que roía hambriento o curioso a sus víctimas, que las degollaba y ya muertas las violaba. Ahí, en el salvaje Ecatepec, cada calle tiene su propia banda. Los Polonios, por ejemplo, de la calle Polonia. Ahí, entre Ecatepec y Tecámac ajusticiaba también la banda de El Mili, un soldado de entraña podrida apellidado Sanjuan que comenzó vendiendo droga a estudiantes de secundaria y terminó, junto con su grupo, confesando la muerte de casi 60 personas.
No todos esos homicidios pudieron ser comprobados pero los que sí se convirtieron en historias de horror debido a su complejo entramado de sangre. Los del Mili primero las violaban.Luego las mataban.Y después las violaban.Al final, a algunas las tiraban al pie de alguna carretera pero a otras les reservaban una tumba más tenebrosa, menos perceptible que sin embargo atraviesa todo Ecatepec, dividiéndolo como una escara. El río de los Remedios, nunca jamás dragado a conciencia -pues cómo hacerlo- ha sido desde hace mucho la morgue ideal, donde todo se dispersa, se enturbia, termina por perderse.
Ahora un libro recoge aquella sanguinolencia que es la tierra natal del ex gobernador mexiquense Eruviel Ávila, quien encontró la forma de también sangrar desde el erario después de desviar 9 mil millones de pesos del sector salud. ¿Qué significa entonces que las ciudades perdidas sean trampas mortales, camposantos vivientes, por así decirlo? “La fosa de agua” que escribió con el cauce de los Remedios la periodista Lydiette Carrión, recopila las historias de las jamás vistas, de las nunca contadas, de las hasta ahora tomadas en cuenta. Por esas páginas aparecen el Mili, Abril, el Gato, los padres de las chicas ejecutadas y cada uno de los detalles que nunca debieron ocurrir.
Uno entiende a Carrión, quien nunca podrá contar todas las historias a pesar de haber dedicado su vida a ello. Aquí, en este panteón de Toluca, hace poco ya no cabía nadie. Ni siquiera los fantasmas. Entonces se habilitó otro lote en un llano adyacente y ahora, entre retamas y las flores blancas y rosas, las flores silvestres de Toluca, trabajan las máquinas abriendo calzadas para 3 mil muertos más pero también para quienes los van a enterrar.Los poderes civiles militarizaron el país, lo han hecho en las narices de todos y han contribuido al crisol de muertos que ha dejado la violencia. “El sexenio de Calderón terminó con 102 mil 327 carpetas de investigación por homicidio doloso; mientras que con Peña Nieto se contabilizaron hasta el último día de mayo 109 mil 550”, dice una nota del diario Reforma, que apenas es cierta porque faltan las cifras negras, lo no declarado. De eso no sabe nada Ángel Valentín Romero Reyes, sepultado en este panteón el 14 de febrero de 2016, y quien sólo nació para morirse, todo en el mismo día. Su tumba es una cruz sencilla sostenida por el símbolo de los constructores, la escalera.
A Ángel Valentín le dio tiempo de muy poco pero esa tumba está regalada con juguetes que el niño pudo usar pero, sí, no pudo. Un auto azul, por ejemplo, se estaciona al pie de esa cruz de madera pintada de blanco.Una tortuga.Otro, un animal sin forma, pero sonriente o con la boca desviada.Este cementerio tiene una sección especial para niños que ahora luce limpia aunque el resto del año se pierde entre el pasto y las yerbas. Un año, dos años, tres días. Tres de febrero, 20 de marzo, 4 de abril, 15 de junio, 16 de junio. Son las fechas. Y los nombres: Julio, Juan, Mercedes, Lino, otro Juan, Enrique, tú, yo. Otra vez tú y todos nosotros después. Ángel, que no está en esa sección, no completó ni 24 horas.
El panteón municipal está lleno de viejos. Van y visitan temiendo que si posponen quizá mueran y se agachan, casi solícitos, en las tumbas de sus esposas, los hijos, los amigos o los que amaron. El velo amarillo del cempasúchil lo cubrirá todo dentro de poco y también se llevará, todavía más, parte del recuerdo que los muertos representan.Éste, a pesar del verdor, es un panteón árido, con el sol a plomo sobre los viejos que laboran los alientos a las yerbas que se alimentan de la entraña del amado, en el mejor de los casos. No hay árboles, todo se encuentra creciendo. La muerte también lo hace y las tumbas desbordadas se ocupan de ya no caber más. Puedo llenar de tumbas estas flores, puedo llenar de polen estas fosas, puedo hacer que los restos y los huesos se parezcan a los que cada uno tiene en sus fotos y guarda o ha perdido. “Oh extraña muerte. Oh viva la muerte. Oh muerte que es muerte. Muerte que pone un punto a esta saeta vibrante”, escribió alucinado Eros Alessi, en una hora de lucidez, a los 21 años, cuando la morfina, su amorosa madre, le permitía escribir.
Huele a miel. No, no a eso sino a algo lejano y misterioso, en realidad a podrido.Aquí están los que son, tratando de perderse por fin, para siempre.