Miguel Alvarado
Ciudad de México; 4 de octubre de 2019.
El viento lleva el espanto entre las calles,
vestido como fuimos nosotros cuando éramos jóvenes, y recorre el centro de la
ciudad de México aullando entre la paz forzada y los contingentes de la
policía, agazapados a la vista de todos entre los andadores que atraviesan la
Cinco de Mayo.
Allí están más de 2 mil de ellos, uniformados para el combate aunque no sean granaderos. Llevan rodilleras mecánicas y cascos, así como toletes y las bolsas de sus chalecos antibalas llenas de cosas que hacen bulto pero no se ven. Son parte de las fuerzas de contención que dan la cara para que les tomen fotos, los pinten, les mienten la madre, los humillen con dedos y salivazos. Deben aguantar todo si no quieren confrontación. Pero como casi todo, ellos son nada más la fachada. Todavía más atrás, en el fondo de esos callejones están las fuerzas especiales, que no entrarán en acción a menos que los necesiten.
Qué difícil es ser policía, qué duro resulta ser militar en un país como éste, donde a algunos se les presenta la coyuntura entre ser soldado o normalista, entre elegirse como reportero o cuentacuentos. O ambas.
Pero quién necesita a la policía, al fin y al cabo la misma de Fox, la que formó Calderón y la que pagó Peña y que ahora trabaja para la Cuarta T, que representa lo mismo pero a la izquierda, más tolerante en una marcha pero tan corrompida como siempre.
Esta ha sido una de las marchas pacíficas más violentas de los últimos años y las razones no podemos verlas bien porque hay una versión distinta que proviene, sobre todo, de la limitación de la inteligencia. Se trata de una reunión de circunstancias que obligan al sobrevuelo de los helicópteros, a la formación de las fuerzas de seguridad entrenadas para aguantar y sólo por hoy, la caricia de los aerosoles, el estruendo de las ventanas rotas.
– Es que mira- dice un hombre que camina en el contingente de los sobrevivientes del 68, que son cada vez menos y se mueven y hablan a ras del silencio, pero están aquí- Es que mira, la izquierda es parte del sistema que le permite existir como una especie de contrapeso político, incluso hasta empresarial, pero que debe funcionar con las mismas reglas que las de la derecha. Eso que desde abajo y a la izquierda no se entiende si no estudias y como eres joven te confundes. Pero después descubres que la izquierda y la derecha es el mismo centro porque siguen las mismas reglas. No hay cambios en nada. El único cambio que puede haber para un país es algo que sustituya a ese sistema, que provenga de fuera. ¡Mira, ahí está Mary! ¡Vamos a pedirle una Coca!
Dos
Metro Insurgentes Sur, la dorada línea doce. En
esa estación no venden boletos pero todos se ayudan para entrar. Una tarjeta
activa las puertitas y todos pasan, todavía en orden en esta ascética línea
fifí de uno de los metros más conflictivo del mundo. Adentro el eco de los
gritos y las consignas ya se rompe en las paredes, aunque los contingentes más
numerosos no se verán sino hasta la estación Zapata, que parece encender algo
que no se parece a la revolución pero que busca, porque así es siempre, su
propio Tlatelolco.
Los que gritan las consignas y llevan las banderas de la UNAM, las pancartas del Poli, los retratos del Ché y las mantas de Julio César Mondragón son todos jóvenes, todos fuertes, pero no tanto como para enfrentarse a las fuerzas de seguridad. En el tren los pasajeros los observan con la cara de quien ya se sabe esta historia, que cada año incorpora nuevos mártires a la veleidosa pero descarnada galería de caídos que, sí, han sido desollados hasta el último jirón.
La llegada a Tlatelolco tarda 20 minutos y la Plaza de las Tres Culturas está por ahí, entre los edificios, la iglesia y los vestigios, tomada por algo que parece una algarabía, pero que no lo es, al menos no del todo.
En este metro (las puertas se cierran y ellos dejan de escucharse, esparcidos por el andén, invisibles para el resto de los vagones) cantan como si se tratara de un concierto. Una voz guía a las otras mientras el pliego oscuro del túnel por donde va el convoy parece quebrarse (que vibran de manera que el trayecto significa algo que más sólo llegar a donde vamos).
Afuera transcurre el México sin PRI, el mismo México de toda la vida.
Tres
Una muerte que ya no pero sigue matando avanza por Cinco de Mayo, entre el contingente de los ultras y reventadores, casi todos vestidos de un negro imposible, recién sacado de la lavandería, y que por eso los distingue del resto que van.
– ¡Sin fotos, sin fotos, para que no expongas a la banda!- dice una joven muy pequeña, con el rostro afilado y blanco, la nariz recta y los ojos verdes, que sale de ese mar negro como un pez buscando aire. En la mano lleva un bote de aerosol y su cabello guinda arde bajo el sol de las cuatro y media.
Sin fotos, sin prisa, nos vamos, sin prisa, sin fotos.
Nos vamos, pero los negros se quedan. Delante de ellos están lo ayotzis y ahí, detrás de ellos, no marcharán. Esperarán a que lleguen otros y dejarán que los normalistas rurales, con todo y su Federación, la gigantesca bandera roja que llevan los de Tenería, se vayan, tomen distancia. Entre ellos comienza a mediar la calle y queda claro que no harán nada con los ayotzis enfrente, que tampoco están para cuidar o enfrentarse a nadie. Los de Guerrero no romperán sus formaciones y seguirán ordenadamente hasta llegar al zócalo.
Sin embargo, no es nada más eso.
En donde están los negros se siente también la impostura del gandalla, el paliacate innecesario porque esto no es una guerra y ni siquiera llega a una toma de autopistas; la cara embotada por el valor provocado con algo; el autoflagelo, porque más adelante se lastimarán solos cuando algunos rompan el escaparate de un anuncio y ataquen una lona que rechace las cuchilladas y los golpes porque es de algún plástico demasiado elástico. Uno de ellos, rodeado por una nube de fotógrafos, se abrirá tontamente uno de sus pies cuando insista en golpear con el pie desnudo sobre los vidrios rotos.
Este es un lugar que no deja saber y los que no pertenecemos estamos
asustados porque recordamos las cosas tibias que hay en la casa.
Qué lento, qué humano se vuelve el tiempo.
A esta marcha vamos con los años entrados en la carne, cargando
los hoyos de ciertas heridas.
La muerte que ya no es llega entonces para
embarrarse en las vallas, los muros de madera donde escribe con sus dedos en
los pliegues la palabra “genocidio” o “fue el Estado”, a estas alturas algo que
sigue entendiéndose con la misma mala actitud del infiltrado.
Nosotros, los anónimos que algo tenemos y que no
se ve y que por eso a nadie le importa, miramos a los otros, que cargan todo o
eso creemos, como los de Ayotzinapa, los desplazados de Chenalhó y los
fantasmas vivientes de hace 51 años que todavía nos representan.
Somos
nosotros, los que estamos para ver y después decir, pero cuando nos llega el
turno, no sabemos cómo hacerlo.
Todos terminan lo que empiezan, pero en esta
garganta, la boca desdentada donde empieza Mezcala, el paso final hacia Iguala,
su áspero punto de vista, sólo queda espacio para moverse rápido o detenerse.
En la marcha del 2 de octubre de 2019 en la ciudad de México hasta adelante van
los de Ayotzinapa, pero aquí ellos no van a ninguna parte.
Cuatro
Una marcha no me representa.
Una consigna no me representa.
Una pinta no me representa.
Un hombre de negro no me representa.
La policía no me representa.
Una mujer quemándose en la esquina de Cinco de
Mayo y Filomeno Mata lo cuestiona todo, desde esas llamas que no pueden
responder dónde estamos ni por qué.
Ella, la carne chamuscada que es la piel de
todos los que la vemos.
Cinco
A los lejos los truenos hacen vibrar las
ventanas de los viejos edificios de la Cinco de Mayo. El espíritu burócrata del
cinturón de paz ha resultado ser el fiasco que ya se esperaba. Cinturón Godínez
en realidad, fueron 12 mil empleados de las alcaldías de la ciudad los que
asistieron obligados para cercar el trayecto de la marcha, si pararse a las
orillas de las calles puede ser eso. Sí, había algunos polis disfrazados de
burócratas, vestidos con su playera del 2 de octubre que se cuidaron de no
olvidar. Detrás de ellos están los granaderos y sus escudos de acrílico pesan
por lo menos siete kilos. Eso lo saben quienes se los arrebataron en las
batallas campales de los últimos días de septiembre y de los primeros de
octubre en Iguala, en 2014, cuando los normalistas lograron entrar al 27
Batallón de Infantería, al menos por un momento.
Pero aquí es otra cosa.
La calle de Cinco de Mayo siempre será una boca de lobo, aunque es de día y eso la hace menos tenebrosa. Aquí puede atorarse el orden del contingente porque el primer batallón de los policía se esconde en la esquina de Filomeno Mata. Ahí aguantan los polis, primero la andanada de fotos y después lo que viene, que es una bomba Molotov.
Un hombre de unos 30 años corre a contraflujo y en la mano lleva una botella, la cual enciende y arroja con toda su fuerza hacia donde están los gendarmes, a unos 30 metros de distancia. Es joven y parece fuerte, y sabe qué hacer cuando alguien le pide que lo haga. El 26 de septiembre, pocos días antes, ese mismo hombre estaba en la marcha por Ayotzinapa. Pintó todas las bardas que pudo y cuando llegó al zócalo se sentó cerca del asta bandera. Ahí lo buscaron dos mujeres, una rubia y otra morena, que lo recibieron, a él y a otro, mientras les daban un cigarro. Después ellos les dijeron que se les habían rasgado las sudaderas y una de ellas sacó un hilo negro, con el cual comenzó a remedar mientras sonreía.
– Vamos a ir a Ayotzinapa a pintar un mural -dijo uno de ellos a las mujeres- nos dijeron que podíamos ir cuando quisiéramos.
Después se quedaron sentados, mirando sus manos, fumando la mota. Antes era muy fácil decir que había que pintar todos los muros, que golpear a todos los policías.
Ahora ese mismo hombre, embozado detrás de una pañoleta azul de grecas, pone toda su fuerza y lanza. La botella, en medio de los gritos de quienes lo rodean, describe su arco de fuego y en ese trayecto semeja la cola alacranada del sol. En la Cinco de Mayo, casi al mismo tiempo, otros vestidos de negro arrojan globos de pintura roja contra el edificio del gobierno de Nuevo León, al cual apalean hasta romper las ventas expuestas. La gente corre pero no tiene hacia dónde: la botella encendida no llegará hasta donde se encuentra la policía. Se estrellará antes, en los cables de luz, que harán que se desparrame un mar de fuego sobre los que están abajo. Todavía alcanza a llover gasolina y el fuego termina por encenderse en el pavimento.
De pronto, sin que nadie la vea, una mujer grita y ese grito parece envolverla en las llamas que se le desprenden. El fuego ha caído sobre su pelo y ahora se quema su ropa, reflejando luz sobre su propio incendio.
El fuego huele a su piel, a trapo quemado. Quienes la rodean se abren en una ola humana que evita tocarla y en la soledad de aquel círculo ella se retuerce, brillante, epiléptica, convulsionada.
Hay un silencio puro, una quietud de madrugada, como si se tratara del último minuto.
Una maldad ensordecida que congela todo en un trance eléctrico, un zumbido con olor a sebo.
Y entonces estalla. El ruido estalla.
Algunos, por fin, se han acercado para apagarla y abrazarla a pesar de los gritos de todos. La policía se ha movido, ha alzado sus escudos y ha avanzado tres pasos pero no interviene.
El hombre de la bomba ya no está pero más estallidos se escuchan cerca del edificio de Correos y Bellas Artes. Ya sabemos que sólo será eso, una práctica de nada, la ensoñación del enfrentamiento.
Lo que uno quiere es quedarse, porque ya no se acuerda de nada, de nadie.
Entonces se avanza, alejado de las ventanas cuando el sol rebasa los pliegues más altos de los edificios. Nuestros ojos ya no brillan con el último rayo del sol.