Miguel Alvarado
Ya no conozco a nadie. ¿Cuánto tiempo ha pasado? Cada vez es menos mi interés por el futbol y de cuando en cuando me doy cuenta de que mueren o desaparecen los últimos segadores de césped. Pirlo hace ahora comerciales, como si fuera una gracia hacer lo que hace cuando fue el último 10 de la historia y ya nadie se asoma al espejo desportillado de los primeros galácticos.
Nadie sabe o nadie se acuerda de que jugaron en América para un equipo legendario que hoy disputa una liga de segunda en Estados Unidos, pero cuyo nombre despertaba la evocación del todo. En el Cosmos de Nueva York jugaron juntos, pero no mucho tiempo, el alemán Franz Beckenbauer, cuyo retiro le costó a la RFA retener el campeonato mundial que había ganado a costa de Cruyff y su equipo de comunistas, intérpretes del futbol total del creador de campos infinitos, el holandés Rinus Michael.
Arriba, en el Cosmos –ya de por sí Nueva York es una ciudad difícil por los cinco centímetros que me faltaron para irme para siempre a las calles de Queens- arriba, decía, en el Cosmos, jugaba Pelé, cuyo nombre sobra porque no cabe en ningún parámetro y el italiano Giorgio Chinaglia, el rabioso centro delantero de la selección italiana y de la Lazio que todo lo conseguía, por las buenas o con pistola. Después llegaron otros, menos famosos pero tan buenos como estos tres: Carlos Alberto, Neeskens y el propio Cruyff, quien jugó en exhibiciones antes de quedarse con el Aztecas de Los Ángeles. Ya no conozco a nadie, sólo a Messi, porque es lo que es, una especie de portento autista. Años después Raúl, el ángel de Madrid, llegó al Cosmos sólo para constatar que no es lo mismo vivir del ensueño. El estadio de los Gigantes le quedó chico al español, que no pudo rescatar al equipo. Tampoco fue la figura que se esperaba, porque siempre fue opacado por Alyssa Albert, una preparadora física que no fue artista de cine sólo porque no quiso.
En fin.
Enfrente la puerta y detrás de la puerta una más, se oye el ruido del avión y claro, en esta tristeza de futbol o domingo de picnic, el avión que apenas sobrevuela el campo casi negro de San Pablo Autopan, al norte de Toluca. El avión, entonces, la máquina que mató a quien consideraban mejor que Pelé o que cualquier otro. Decían que O Rei había sido lo que había sido porque Duncan Edwards estaba muerto. Y como nada es como uno espera, tampoco la vida de Edwards, su efímero paso por el Teatro de los Sueños, fue lo que pudo ser. De 22 años y miembro distinguido del United, fue convocado por Inglaterra para algunos encuentros, pero le faltó su mundial, que el año de su muerte se disputaría en Suecia. Habría estado por lo menos cerca con Pelé. O con Fontaine, o con Garrincha o Lobo Zapallo, pero se le atravesó el accidente aéreo de Munich, el 6 de febrero de 1958, cuando el equipo entero regresaba a Manchester después de jugar contra los yugoeslavos del Estrella Roja de Belgrado.
Clasificaban las semifinales de la Copa de Europa pero debían volver para medirse al Wolverhampton. Fango, hielo y la baja velocidad en el despegue ocasionaron la muerte de Edwards y 8 de sus compañeros. Todavía aguantó 15 días pero dicen, y yo les creo, que fue mejor que muriera porque no habría vuelto a jugar jamás y entonces imagino a mis manos cercenadas, los pies inútiles por engarfiados, la vista seca. No poder escribir o tomar fotos, dibujar. No poder, como ya ha sucedido.
Pero Duncan, en Munich.
Un sobreviviente del mismo vuelo fue Bobbie Charlton, después el mejor jugador de Inglaterra en la historia y solo recuerda lo pequeño, lo insignificante que Edwards lo hacía sentir en el campo. En fin, era el Babe Busy más querido y fue el más llorado, porque el Man-U se quedó sin nada y desde la nada debió seguir.
Tengo la impresión equivocada que de Messi y Ronaldo solo se puede contar cuánto ganan, cuántos récords pueden romper.
Este artículo debía ser una recomendación para leer un libro, para ver una película, para un cómic, pero algo pasó que impidió decir que hay que ver Joker en el cine, pero antes de verla hay que leer La Broma Mortal, de Alan Moore, pues ése es el origen de tan siniestro fantasma. Algo pasó que ya no puedo, ya no quiero recomendar nada.