Miguel Alvarado
Toluca, México; 4 de agosto de 2019. Todos, o casi todos, conocemos los horrores cósmicos propuestos por el escritor norteamericano H.P Lovecraft, (1890-1937). Sus inefables monstruos nos hacen reír pero también nos han hecho temblar en algún momento de nuestra vida como lectores de relatos de terror. No sé bien si me gusta Lovecraft, aún no lo descubro, pero sí sé que me gustan sus monstruos, sus ciudades cargadas de fango y los idiomas que se balbucean para invocarlos, a través de los sueños. Eso, y que siempre que se acude a él, aunque sea por accidente, es capaz incluso de alguna buena reflexión. Su relato más famoso es La llamada de Cthulhu, el dios primigenio más poderoso, que yace eternamente en espera de que alguien pueda despertarlo. En este cuento que hoy les presentamos, proponemos otro escenario para el poderoso dios, quien triste y abatido ha llegado a casa, después de enfrentarse con el hombre, ese pequeño y diminuto ser, capaz de todas las malignidades.
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Baja del taxi y paga con cambio mientras observa al chofer descender las maletas. Está frente a su casa, paralelepípedo de estilo solariego donde ha pasado una eternidad reparando su cansado cuerpo. Ha llegado apenas, luego de un periodo de ausencia, ocupado en recuperar lo suyo. Nada salió bien. Pronto se dio cuenta que los años no han pasado en balde y poco o nada queda ya para él en un mundo que se empeña en destruir sin razón, sin motivo, sin gloria ni batalla ni conquista.
Paga al taxista y le dirige unas cuantas palabras. Quisiera bendecirlo pero no sabe cómo. Tal vez sea Testigo de Jehová y eso le dé pie para una charla sobre el Juicio Final. O peor, si es cristiano hablará de lo bien que le ha ido en la vida y de cómo logró el trabajo. La verdad, piensa, es mejor dejarlo ir, que se aleje y entre más, mejor.
Abre la puerta con la inmensa llave que le forjó Yig, su querido hermano. A pesar de la herrumbre los goznes ceden y el mecanismo abre la oquedad. Siempre fue un fastidio entrar saliendo o abrir cerrando sólo para confundir a los extraños. Es como caerse para arriba, piensa, mientras recuerda el periódico donde leyó esa frase, digna de cualquiera de ellos pero que ahora, oh decepción, se aplica a los herejes más políticos.
Entra, por fin, arrastrando la valija. Sabe que está solo pues es día de asueto y sus fantasmas no estarán con él sino hasta el eón siguiente. Así que la deja en el suelo, aunque parece que es el techo y se dirige a la cocina en busca de un vaso con leche. El doctor le ha dicho que no consuma azúcar pues ya no es joven y ha subido de peso. Es cierto, reflexiona gelatinoso y recuerda brevemente los tiempos en que podía perseguir barcos, inflarse como burbuja y hacer bromas a quienes soñaban por casualidad con él. Esos momentos no volverán, se dice, mientras decide que un plato de Zucaritas y una concha no estarán mal para esta noche.
Llueve. Cierra las ventanas aunque pareciera que las abre y se sienta en el sillón más cómodo de la casa, siempre junto a un libro. Se trata de las bromas que recopiló para él su amigo árabe Abdul, y que llamó acertadamente Necronomicón, que en la lengua de los antiguos significa “Los mejores chistes jamás contados”. Lee atento, mientras sorbe las Zucaritas y parte la concha que se desmorona sobre sí misma, mientras pedazos de ella se pierden en la boca de dueño de la casa.
Terminada la cena, Cthulhu busca un bastón y se dirige a su aposento. Sabe que debe retrasar el reloj un milenio, pues ha terminado el horario de verano. Mientras lo hace busca la pijama que Howard le regaló en 1927 y que tanto le gusta usar en las noches más océanicas, como ésta. Antes de meterse a la cama recuerda a la raza humana y cada una de sus ventosas se estremece, produciendo un nervioso ris-rás que domina como puede al apagar la luz, no sin antes escribir en su diario que el hombre es el más terrible de todos los monstruos con los que le ha tocado enfrentarse.