Fernanda García
Toluca, México; 22 de junio de 2022.
Conocí a Fátima en las condiciones más comunes, me acerqué al puesto de comida en que trabaja para comprar un agua, estaba cubriendo el traslado de un presunto violador a San Luis Potosí.
Con su carita -inocente aún- me preguntó por qué estaba ahí esa tarde, la pinta de reportera no me la puedo quitar aunque trato de pasar de incógnita la mayoría de las veces. Esa tarde conocí el lado violeta de la vida más allá de las manifestaciones estridentes.
Mientras le daba uno que otro sorbo a mi vaso de agua de jamaica, me dijo que estaba conforme con haber roto el silencio y sin preámbulo, me contó que había sido víctima de abuso sexual.
Fati tiene una carita redonda de niña, tenía 14 años la primera vez que hablé con ella. Ahí, tan niña y tan trabajadora, supe que la inocencia se la habían arrebatado de manera brutal y con secuelas. Por si fuera poco, siguió con su historia de vida, había perdido no sólo la fe en la humanidad sino también a su madre, así que trabaja para mantener a su papá quien es débil visual.
Para mí en ese momento ella se convirtió en el retrato de las infancias transgredidas por la violencia de género. Tantos números que escribo al respecto por lo menos una vez al mes y ella estaba ahí. No me había contactado para buscar justicia, su agresor ya está en la cárcel, ella sólo quería decirme que entendía porqué yo estaba ahí.
No supe qué hacer más que abrazarla, abrazarla hasta que se me salieron unas lágrimas saladas, llenas de dolor genuino, de esos que sientes propios, de esos que te estrellan la realidad en la cara y que te caen por las noches como espanto.
Lo único que pude hacer fue acercarla con las colectivas feministas que se encargan de acuerpar a las víctimas. Les dije lo que sucedía y ellas, como esperaba que hicieran, la abrazaron. En medio del caos que significa esperar a que llegaran de San Luis Potosí por un aún presunto violador, en medio del tránsito, coches estacionados en doble fila, una tarde llena de estrés, ahí, la abrazaron y le gritaron “No estás sola”.
Sentí el nudo en la garganta cuando vi a la pequeña llorar y saberse acompañada por mujeres que saben bien la mirada del dolor. Las palabras se me escaparon. Quería quitarme el chaleco, la piel de reportera y unirme a las encapuchadas. A esas mujeres quienes defienden a otras. Para gritar por las víctimas, para hacer presión para que ni un agresor esté libre.
Fátima se aferró a sus espaldas como si la tarde fuese infinita y nada más importara, como si la fuerza de sus piernas dependiera de ello y sin más, con sus manos entrelazadas, los ojos tristes y su mueca que simulaba sonrisa, se regresó a trabajar.
Escribo esto porque ella es una de las mil 536 víctimas de violación que se reportaron en el Edomex en 2021; este año se han denunciado mil 125. Porque lo que sucedió después me hizo saber que no sólo se trata de rayar paredes, ir a los juzgados, de dar acompañamiento en el proceso agotador en que se ha convertido la búsqueda por justicia.
La tarde que vi por primera vez a esta pequeña, tan pronto como se dio la vuelta me comentaron que ya la conocían. Que incluso se le estaba organizando una fiesta de XV años sorpresa.
No puedo describir de manera acertada porque las emociones rebasan el lenguaje, cómo desde mi corazón subieron tres lágrimas que aguardaban en mis ojos. Dos en el izquierdo y una en derecho. Me llenó saber que las gafas violeta, estas chicas no se las quitan nunca.
Así que comenzamos con los preparativos porque desde mi trinchera me toca visibilizar los casos pero muy pocas veces, ayudar a generar una sonrisa.
El sábado pasado llegó el día de Fátima, una niña en toda la expresión de la palabra.
Llegué a verla antes de la misa, ella sabía que se le había donado todo el ajuar, todo, pero sólo para una celebración eclesiástica. Es introvertida, así que se refugia en los brazos de las que la abrazamos con amor, porque sí, el día que la conocí recordé que se puede querer a alguien apenas se le conoce.
La vi mientras se alistaba para su misa, estaba ilusionada. Después de tanto sufrimiento y ser el sostén económico de su casa, ella por fin tendría un pequeño festejo sólo para ella.
No tenía idea que de habría un salón de fiestas esperándola, un último peluche, regalos, ropa para estrenar. No lo sabía.
La alcancé después de la jornada laboral. Llegué cuando ya se había quitado el vestido verde agua que se le donó y en el que parecía que volaba de tanta ilusión. La abracé y lloramos juntas.
Jamás me imaginé que la vida violeta se moviera con tanto amor detrás de las capuchas negras, las tarolas, los altavoces. Y ahí estaban ellas, las colectivas que tanto luchan y tanto gritan, que tanto rayan y destruyen monumentos. Las que construyeron con amor un día especial para Fati, quien ese día dejó de ser una víctima para volver a ser una niña que corre y juega con las sillas, que canta y se embarra de pastel el cabello.
Fátima: no sé si vuelva a verte pero te prometo que en cada víctima, en cada mujer, veré tu esencia y actuaré desde el amor violeta, gracias por hacer latir a mi corazón tan maltrecho por las historias que escribo.