7 diciembre, 2024

La terca memoria

La terca memoria

Miguel Alvarado

Toluca, México; 4 de octubre de 2019. Hay una memoria colectiva que es imposible de borrar, aunque su forma, su lenguaje adyacente se convierta en una niebla tan espesa como la fragilidad del recuerdo.

Quienes nos reseñan, quienes historian nuestro tiempo se dan cuenta de la imposibilidad de esta tarea. Y por eso mismo imposible –la lejanía, la interpretación, atar cabos desde las suposiciones- es que se aborda con la pasión de quien ejecuta un oficio, una danza, una pintura. Y es que los resultados, aunque sean equivocados, revelan.

La muerte de Miguel León-Portilla, por ejemplo, es la pérdida de uno de los últimos sabios, cuyo conocimiento, junto con el de Alfredo López- Austin, es invaluable, insustituible.

La memoria como sostén.

El recuerdo que a pesar de los esfuerzos se diluye, corroyendo el esfuerzo por permanecer, hace mella en un país como éste, apenas el aliento de un suceso para el que no hay nadie que quiera atestiguar, mucho menos que quiera leer, concluir, reflexionar.

La construcción de nuestra historia es también, en parte, la edificación de una mentira, de una verdad a medias que poco a poco debe ser clarificada para acercarla al origen que le dio vida. Las marchas, por ejemplo, sirven en parte para eso. Decir que la masacre del 2 de octubre no tiene pasado o es causa solamente de algo no es justo. Tlatelolco es el resultado de la opresión y también el resultado de una insurrección que se gestaba desde los años treintas, cuando el militarismo asumía el control total de la Federación. Después, los años de las protestas sindicales y la guerrilla del profesor Arturo Gámiz en el intento de tomar el cuartel militar de Madera dieron fe del descontento. El periodo de la Guerra Sucia en la década de los setentas y la guerra que nos ocultan como la nueva expoliación contra territorios cargados de minerales generó las modernas masacres. El exterminio de las guerrillas catalogadas como “malas” porque con ellas no se podía negociar también iluminó el mapa de las resistencias. Masacrados los del ERPI y el EPR, no quedó nada después que pudiera hacer frente a la opresión del gobierno. La Liga Comunista 23 de Septiembre fue igualmente masacrada y halló su fin no en el desarme sino en el nacimiento del PRD, una calamidad política como lo demostró el paso de los años.

Tlatlaya y Ayotzinapa en 2014, otros casos. Sólo se recuerda la desaparición de los 43 normalistas. De la otra masacre, donde murieron 22 personas a manos del ejército, nada se recuerda porque la versión final de aquel entramado dice que todos los muertos eran narcos y eso, aunque se ha aceptado, no es verdad. Otras masacres tampoco se recuerdan con marchas, ni siquiera con alguna mención porque los elementos sociales que componen esos hechos parecen ser poco claros. Lo son, pero la mayoría no los entiende. Se debe, en buena parte a que sólo se escucha la versión de la oficialidad y no la otra parte porque esa otra no tiene acceso a los medios de comunicación. Para ellos, entonces, no hay verdad porque su palabra no existe. Esa versión oficial, cuando el Estado es culpable, tiende a cambiar hasta los escenarios geográficos en donde sucedieron los hechos. Borrar la memoria significa silenciar la palabra, modificar el paisaje, omitir, justificar lo inaceptable y olvidar, año con año, algo, una parte del suceso.

Las marchas son un recordatorio para los que preservan la historia, y evidentemente significan otra cosa para quienes acuden por otras razones. La historia, aunque no se conozca, se repite. Ni Ayotzinapa ni Tlatlaya ni Tlatelolco resultan hechos únicos porque la historia de este país está esbozada en la violencia desde su primera sociedad. Hoy, dentro de lo que se denomina extractivismo, el valor de la vida de un persona es igual a cero e incluso menos porque ni siquiera tiene la utilidad de un objeto ante los dueños del gobierno y de los medios de producción. La muerte de cada uno de los que perecieron en las represiones y en las acciones guerrilleras, así como las víctimas de la delincuencia organizada tendrá siempre el poder de hacernos recordar.

Sin embargo, son demasiados, también, los que no quieren hacerlo. Y eso ha taladrado en la historia el hueco de la desmemoria. Lo que yo quiero es olvidar, pero no puedo.

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