Miguel Alvarado
Toluca, México; 17 de marzo de 2019. Órale, hija de tu puta madre! -grita un hombre cuando ella le pide el paso. Están en el vagón del Metro estacionado en Pino Suárez, a las siete de la noche. Es pequeño y su corte a rape apenas sobresale entre los hombros de los demás. El brote de su cabello se estira, se aguja debido a la eficiente termodinámica que genera el convoy y apunta hacia el techo de acero, donde se afilan los rayones de una garra.
– ¡Ábrete a la verga! -grita otro desde algún lado, perdido entre las docenas de rostros apenas perfilados por los gestos que les arranca la pantalla de los celulares. No todos están conscientes y la inercia, la costumbre, les avisa como una alarma dónde deben bajar o prepararse para hacerlo. Ahora están en el lugar de siempre, atascados a estas horas de la vida, que sin embargo los perdona citándolos mañana otra vez en el mismo lugar, sin lugar a dudas.
Pero ahora es aquí y nadie se mueve porque no hay para dónde.
La multitud bloquea la puerta y nadie sube. Nadie baja. Nadie se quita.
Qué caldo de cultivo ha sido éste.
En un espacio así todo vibra desde la transpiración del odio.
Cada convoy es custodiado por policías en Pino Suárez. A cierta distancia el remolino humano se repliega sobre sí, abriendo una fauce para atragantarse con su propia carne, violento cardumen cuya forma es la esquizofrenia o algo todavía más profundo aunque siempre roto.
También la pérdida de todo.
– ¡Órale, hija de tu puta madre! -grita ese hombre cuando esa mujer pide ese paso. Entonces ella pasa, con la carga de un bulto sobre la cabeza, entonces pasa junto a él, casi encima porque es imposible de otra forma y el ris-rás de su vestido silencia todo: las manos de todos arriba, las puertas abiertas, trabadas hace 5 minutos, las caras confrontadas de los que quieren entrar y los que deberían salir.
Y aunque nadie se mueve la mujer consigue pasar al hombre y enfilar a la puerta. Lo conseguirá porque así funciona la física del Metro que sin embargo no impedirá que suceda lo que siempre pasa a fuerza de ser siempre lo mismo, porque cuando la mujer consiga pasar, el hombre la empujará por la espalda sometiéndola contra la barrera de carne que está enfrente, ensopada de transpiración.
Ella se dobla como una hoja, aunque es más alta y atlética que su agresor, quien sale detrás de ella para terminar lo que ha empezado.
Ahora las puertas pueden cerrarse y el tren avanza. Del otro lado de la ventana el hombre y la mujer se quedan, uno para agredirla sin que nadie se meta y otra para sólo gritar, explicarle a quien nunca la oirá que “¡te pedí permiso, te pedí permiso!”.