17 enero, 2025

Ayotzinapa: la marcha de los cinco años

Ayotzinapa: la marcha de los cinco años

Miguel Alvarado


Ciudad de México; 26 de septiembre de 2019. Tantas veces recorrida la aridez de Reforma, la avenida imperial que Maximiliano construyó macerada en sangre y persecución. Tantas veces todos estos años haciéndose tarde, sintiendo que se está de más.

Los edificios se elevan como muestra del poder de alguien que hacia abajo no mira. Asomadas desde lo alto sombras diminutas observan la instalación del templete donde curas revolucionarios –uno es cubano, muy viejo y desastrado. Los otros tres llevan en las manos pulseras de cuero, las cuentas del día arrebatadas, una a una en estos cinco años- dirán a las cuatro de la tarde que no se entiende eso de perdonar.

-Antes- dice el hombre con el cáliz en las manos- queremos saber quiénes son los que nos han secuestrado, asesinado, violado, cancelado y quizá después perdonaremos. Antes, queremos saber quiénes nos hicieron este agujero en la vida que vivimos.

Y es que el Cristo es revolucionario o lo es ahora. No la iglesia sino el Cristo aquí, representado a la mitad de Reforma en cada uno de nosotros, que miramos sin esperar nada, excepto las palabras.

Los autos ya no pasan. Ya se cierra la avenida pero el desgaste de los años, de la protesta espontánea, ya se notan porque ha pasado demasiado y no están todos los que son y los que hoy aparecen no saben por qué siguen aquí.

Quedamos entonces que el silencio también es algo que tiene que decirse.

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Este que nos asiste aquí, al pie del Ángel amurallado de la Independencia, es el dios de las derrotas.

Una sensación de quebranto que no tiene remedio se apodera de uno aunque y México es como Ayotzinapa era en 2014, ahora que ha pasado el tiempo, que todo ha cambiado para seguir igual y que el reflejo de los muertos nos alcanza porque algunos llevan nuestra sangre, uno se da cuenta del tamaño del miedo, del miedo como indiferencia, sobre todo como ignorancia.

Esta tarde el sol no se oculta.

Lo que no cambia y no cambiará nunca es que ellos ganan si te olvido, si no te llevo flores.

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Ahora somos y estamos aunque seguimos esperando que se recuperen las fracturas, que algo se haga de nosotros.
-Mira, ya me dijeron que no va a venir- le dice un camarógrafo de Televisa a su compañero, mientras graban la concentración.
-Entonces te cambio el horario- le contesta.

-Mira, ya me dijeron que no va a venir- le dice un camarógrafo de Televisa a su compañero, mientras graban la concentración.
-Entonces te cambio el horario- le contesta.

Pues sí, de todas formas ya tienes a estos.

Y con esa palabra, un gesto de la cabeza, abarca entonces a la normal indígena de Cherán, también a la de Jacinto Canek que asisten a la marcha por los 43 de Ayotzinapa y cuyos pies no tienen zapatos.

Estos, pues, siguen siendo los desechables, los que siempre van a pagar por todos.

Que el Cristo se realice en nosotros, en la misa de los desaparecidos, al pie del Ángel de la Independencia, donde nadie tiene un rostro definido.

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Atrás, pegado al muro de madera que protege la estructura del Ángel, un hombre pinta con una brocha. “FUE EL ESTAD…” en letras negras y rojas.
-Nomás de paro las fotos en la cara no…
-¿No? -dice el que está junto al que pinta.

No, es que por si las dudas, paro porfa…

Más adelante pintará todas las superficies que pueda y en todas pondrá que fue el Estado. ¿Qué significa eso? ¿A qué se refiere cuando lo dice? El sistema, el necropoder, como dice el investigador Carlos Mendoza-Álvarez, de la Universidad Iberoamericana, es el que tasa el valor de la vida en menos que cero. El comercio es, cualquiera que sea, de mayor importancia que el hombre mismo, dice Félix Santana, secretario ejecutivo del Comité de Búsqueda de Ayotzinapa.

Tomas las sombras, el camino de los árboles y aunque las estrellas no se ven a causa del sol, sabemos que están ahí.
Allá está Iguala, tan querida, tan serpiente.

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Ahí va el Eterno, el Jackie Chan, el Abuelo. Va caminando adelante, con otras dos personas y acompaña, como cada año, esta marcha desde la discreción a la que se obliga. Su playera gris, su abstracción casi molecular que lo reduce no a un nombre sino a un apodo lo invisibiliza. Cada vez más solo, sin embargo, se puede ver con claridad.

Otros andan también en esa inmensa alfombra roja de jet set inverso que resulta una cosa como esta. Aparece caminando, desde Metro Insurgentes, John Gibler, el periodista norteamericano que tiene todas las piezas y sólo le falta armar su monstruo. Saluda a todos y todos lo saludan porque es compa. También van los delegados de la ONU, muy jóvenes y muy campantes caminando en el cerco de cuerdas que los chicos de Ayotzinapa forman en torno a los padres de los desaparecidos. Parecen cascos azules pero sólo son chalecos.

A cinco años, la ONU no ha ejercido la fuerza que impuso en Bosnia o la fuerza que impuso en Irak o la fuerza que impuso en Angola o la fuerza que impuso en Guatemala. No ha ejercido nada porque nada se ha conseguido desde ahí.

Están por otro lado los Mondragón, portando su enorme pancarta con el rostro de Julio César, el alumno al que desollaron en vida en Iguala. Ellos tampoco son los mismos, y nunca recuperarán lo que perdieron, lo que provenía de su entraña.

¿Podríamos identificar a los policías acusados de matar a los chicos, y que salieron libres hace poco? Aquí todas las caras son iguales, como la bandera negra que a veces ondea en las manos de alguien.
No, aquí no hay guerra y jamás la ha habido. Pero muertos, eso sí, sobran todos.

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Llegaban por todos lados, primero como llega el silencio y después como la reunión de un ruido que apenas se percibe aunque termina como un zumbido. A medio camino los instruye una mujer, de mucha edad y muy arrugada que les dice a los que llevan un trapo como manta que no se abran, que tengan a la mano lo que llevan. Entonces la marcha se detiene y ellos se levantan sus paliacates, se cubren de las fotos.

Son muy jóvenes y van de negro y se parecen entre ellos porque son blancos, altos como lo puede ser un adolescente y llevan palos y tubos como estandartes inocentes de la protesta. A diferencia de los otros, estos se esconden de las cámaras. Nadie los molesta porque se sabe que intentarán hacer algo, cualquier cosa y entonces, para corroborarlo, se atraviesa el local cerrado de la librería Gandhi, al cual intentan prender fuego. Más adelante molerán a palos una camioneta de Televisa y una de las puertas de palacio nacional será martillada por este grupo.

Qué, dicen ellos cuando encaran a los fotógrafos con los martillos en la mano.

Qué, dicen cuando Melitón Ortega, uno de los padres del 43, dice que ellos no los representan, micrófono en mano.

Qué, dicen cuando uno se acerca y le atraviesan los palos y los tubos.

Después se van. No les interesa lo que dicen los alumnos, lo que no pueden pronunciar

Como México, algunos de ellos están ebrios o eso parecen. Como en Iguala, algunos de ellos quieren desollar.

El 29 de septiembre las lluvias azotaron Tixtla, el lugar donde está Ayotzinapa. Los estudiantes organizaron brigadas para auxiliar a la población rescatándola del agua, salvaguardando pertenencias que, por supuesto, no eran suyas. Nadie dijo nada, nadie, nadie.

Qué.

Qué.

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