Miguel Alvarado: texto e imagen. Karen Colin: diseño.
Ciudad de México; 25 de agosto de 2022.
Julio César Mondragón Fontes, un mexiquense de 22 años que estudiaba en la normal rural de Ayotzinapa, salió la tarde del 26 de septiembre de 2014 de ahí rumbo a Iguala, junto con 136 compañeros de primer año. No lo sabía, pero él, junto con otros dos alumnos, ya iban señalados por alguien, que los había entregado al cártel de los Guerreros Unidos para que los mataran, según se desprende del Informe de la Presidencia de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa, presentado hace unos días y que en la página 94 dice lo siguiente:
“La testigo protegida Karla hace mención que se le solicitó tomar fotografías a todos los estudiantes ya que se creía que entre ellos venían personas de los Rojos.
”De todos los estudiantes sólo tres de ellos fueron de interés para sus superiores, entre los cuales, recuerda, estaban El Cochiloco y El Chilango […] Se identificó al sicario Eduardo “N”, alias El Chucky, como el que mata y tortura al estudiante Julio César Mondragón Fontes, El Chilango, incluso sin tener instrucciones de sus superiores”.
Y eso fue lo que sucedió porque a Julio César lo golpearon, lo torturaron, le arrancaron un ojo, le sumieron la nariz y todavía con vida lo desollaron. La habían roto las costillas en 12 puntos distintos, le habían machacado las orejas hasta desintegrarlas y su cráneo fue partido en múltiples fragmentos. Un total de 64 fracturas en 40 de sus huesos se distribuyeron entre el cráneo, la cara, el tórax y la columna vertebral.
Su cuerpo fue arrojado a unos 400 metros de la sede del C4 de Iguala, que esa noche fue tomado por soldados del ejército mexicano, que se hicieron cargo de todas las comunicaciones que entraban y salían de ahí. Una cámara de vigilancia debía apuntar a la dirección en la que estaba el cuerpo, pero esa vez la habían movido para que tomara únicamente el cielo de aquella ciudad.
Antes de matarlo, sus asesinos robaron a Julio César su teléfono celular, que había comprado apenas dos semanas antes a uno de sus compañeros, Jorge Luis González Parral, a quien le decían Kínder y que en esa jornada también fue levantado. Ese número era el 7471493586, de acuerdo con su sábana de llamadas, en poder de quien esto escribe y a una investigación contenida en el libro La Guerra que nos ocultan (Alvarado, Santana y Cruz. Planeta, 2016).
Ahora, el último informe acerca de Ayotzinapa señala que el IMEI del normalista hizo contacto con un sicario a quien se identifica como El Gaby, y que debió tratarse de Gabriel León Villa, relacionado con los Guerreros Unidos y que fue capturado en 2016, aunque quedó en libertad al año siguiente. León Villa se incorporó entonces al cártel de Gente Nueva, que había sido formado por los restos de los Guerreros Unidos, que también dieron forma a la célula de La Bandera y Los Números, que ahora se reparten Iguala.
León se encargaba de la zona sur de la Ciudad de México y de una parte de Morelos y Guerrero para su grupo, hasta que fue asesinado a tiros por un comando cuando estaba en la terminal de Cuernavaca, junto con cinco acompañantes, el primero de septiembre de 2019. A ese ataque sobrevivió uno de ellos apenas y lo que El Gaby tuviera que decir acerca del 26 de septiembre se fue con él.
Pero eso no es todo.
La investigación del libro La Guerra que nos ocultan revela que el celular que el normalista utilizó durante el trayecto hacia Iguala y el cruce de la ciudad, tuvo al menos 31 actividades después de que él apareciera ejecutado. La última, según la empresa Radiomóvil DIPSA de Telcel, sucedió el 4 de abril de 2015. Esas llamadas fueron marcando un recorrido por Xalpatláhuac, Acapulco, un punto en la Tierra Colorada de Ayutla, Tecoanapa y Chilpancingo, en Guerrero; y también por algunos sitios de Morelos y la Ciudad de México.
Sin embargo, en ese mapa de la muerte destacaron 8 actividades. Cuatro contactos con el Campo Militar 1-A de la Ciudad de México y cuatro más con el extinto Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen), también en la capital de México aparecen en esa sábana de llamadas.
Los números que hicieron contacto desde el Campo Militar 1-A son el 5585583974, que el 17 de octubre de 2014 alguien que esperaba parado en una de las puertas secundarias del CISEN conectó con el celular robado del estudiante. Ese mismo día, el número 5561144296 también contactó con el aparato de Julio César.
Un día después, el 18 de octubre de 2014, una transferencia de voz se enlazó al celular del normalista. Era el 5561083626, una vez más, desde la puerta del Cisen, en la esquina de las calles de Nogales y Obregón. El 19 de octubre de ese año otro número, el 5536438524, volvió a emitir una señal desde el mismo lugar.
Por otra parte, los números que hicieron contacto con el celular de Julio César Mondragón desde el Campo Militar 1A, ubicado en la colonia Flores Magón de Naucalpan, en el Estado de México, fueron, primero, el 5511425164, que activó un registro el 21 de octubre de 2014.
El 23 de octubre, dos días más tarde, este mismo número haría contacto nuevamente.
El 25 de octubre, el 551865625 contactaría desde esa zona militar al celular del normalista.
El 27 de octubre, el 5513606680 activaría una nueva comunicación.
Por último, el primero de diciembre de 2014, el 5518155210 contactaría con el número del estudiante.
II
El cuerpo de Julio César fue hallado cerca de las 6 de la mañana del 27 de septiembre de 2014 por una patrulla del 27 Batallón Militar, una corporación que también participó en las detenciones y tortura de algunos de los normalistas.
“El estudiante normalista Julio César Mondragón Fontes fue torturado y ejecutado extrajudicialmente. La mutilación de su cara corresponde a la de otras víctimas de terrorismo, supuestamente perpetrado por ‘el crimen organizado’. Como ya lo expresé públicamente, el cadáver de la víctima, un líder estudiantil incómodo para el sistema, fue utilizado por el sistema para quien ose oponerse a la autoridad […], concluye una investigación del médico Ricardo Loewe, un experto en casos de tortura y que fue consultado por quien era abogada de la familia Mondragón en ese entonces, la actual coordinadora de Investigación de Delitos de Género y Atención a Víctimas en la Ciudad de México, Sayuri Herrera.
Que Julio César Mondragón viajara señalado, condenado a muerte hacia Iguala, significa que necesariamente alguien que lo conocía y que podía seguir sus actividades, lo puso a él y a Bernardo Flores, a quien le decían Cochiloco, responsable del grupo de 137 jóvenes que fueron a Iguala y jefe de la cartera de Lucha de la normal, en la mira de los Guerreros Unidos. La identidad del tercer señalado no ha sido revelada
III
Esa tarde, la del 26 de septiembre de 2014, los alumnos de primer año de la normal rural de Ayotzinapa abordaban dos camiones que los llevarían a la ciudad de Iguala, Guerrero, para tratar de tomar más unidades y transportarse el 2 de octubre a la Ciudad de México, para participar en la marcha conmemorativa de la masacre de Tlatelolco.
Uno de los 137 estudiantes que subían era Julio César Mondragón Fontes, originario de Tecomatlán, una población del Estado de México, y que ya había estado en otras escuelas como Tenería y Tiripetío. Así, pues, conocía mejor que sus compañeros novatos la mecánica de estas salidas.
– ¡Ámonos, güey! ¡Ámonos, güey!- gritaba Julio a los que se quedaban en la normal, entre ellos su amigo Chesman, que no iba porque tenía una dolencia física, mientras corría por uno de los pasillos de la escuela, aquel que daba al comedor. Llevaba en una de sus manos la bufanda colorada que usaría para cubrirse el rostro en caso de que fuera necesario.
Muchos de los que iban no rebasaban los 20 años y no sabían de la amenaza de muerte que los Guerreros Unidos habían lanzado contra la escuela, en 2013, en represalia por tomar y quemar el ayuntamiento de Iguala, en protesta por el asesinato del líder social Arturo Hernández Carmona, a manos del alcalde de aquella ciudad, José Luis Abarca.
Por eso, no puede entenderse que alumnos experimentados o por lo menos que sabían acerca de aquella amenaza, no impidieran ese viaje. Como encargado del grupo iba Bernardo Flores. Lo acompañaban, para apoyarlo, otros alumnos con cierta experiencia como Ángel de la Cruz, a quien le decían el Acapulco; Francisco Chalma, el Güero Basca y Heriberto Moisen, el Chane, entre otros. Todos, o casi todos eran parte de un grupo de alumnos liderado por el estudiante Manuel Vázquez Arellano, también conocido como Omar García, a quien le apodaban el Eterno, el Abuelo o el Jackie Chan, y que representaba el poder político de la normal. A ese grupo también pertenecía el secretario general de la escuela, David Flores Maldonado, a quien apodaban el Parca y que era la autoridad escolar máxima reconocida de manera oficial.
Todos ellos sabían de la amenaza de los Guerreros Unidos. El Eterno, que estaba en la escuela desde el año 2006 y que sabía lo que podía pasar, avaló la salida de los chicos.
-Préstame a algunos activistas- le dijo Cochiloco al Eterno, minutos antes de salir hacia Iguala, de acuerdo con una investigación de Paula Mónaco Felipe, que puede leerse en el libro “Ayotzinapa, las horas eternas”.
-Pregúntales si quieren ir- dice la escritora que respondió el Eterno-. Y fue entonces que se sumaron 20 alumnos de la Casa del Activista.
Así, los dos camiones repletos de pelones, a los que no les quedaba más remedio que obedecer debido a la imposición de la estructura jerárquica de la escuela, salieron por fin, cerca de las 5:30 de la tarde, rumbo a la ciudad más violenta de Guerrero, tanto como lo son Acapulco y Chilpancingo.
En ese momento, señala un alto directivo de la Comisión para la Verdad de Ayotzinapa, desde la escuela se emitió una señal, un mensaje, avisando que los alumnos ya se dirigen a Iguala. Se trata de la alerta de alguien que conocía los movimientos de los alumnos y que además estaba adentro de la escuela. Es decir, era un infiltrado.
Que la normal de Ayotzinapa tenía espías y que eran los propios alumnos, lo señalaban los mismos estudiantes en septiembre de 2014, poco después de que 43 jóvenes fueran levantados y tres de ellos ejecutados en Iguala, durante ese viaje. Ellos conocían mejor que nadie a sus compañeros y sabían que algunos de ellos respondían a los poderes fácticos de la región: los cárteles de los Rojos, los Guerreros Unidos y los Ardillos; las fuerzas armadas, las fuerzas de seguridad pública, la policía federal, el gobierno de Guerrero, la Federación y las autoridades de Tixtla, el municipio en donde se ubica la escuela, y cuyos funcionarios pertenecían al cártel de los Rojos.
Ese pitazo movilizó de inmediato a un grupo de sicarios que se incorporó al trayecto de los camiones de los estudiantes cuando dejaron atrás el crucero de Casa Verde, sobre la carretera estatal a Iguala. Un convoy de al menos seis camionetas Urvan repletas de matones de los Rojos comenzaron a seguirlos, aunque otros reportes señalan que se trataba de motocicletas. Al llegar a las inmediaciones de Iguala, los perseguidores se desviaron a la zona urbana y dejaron a los normalistas que se habían estacionado cerca del paraje del Rancho del Cura, para reorganizarse. La alerta que salió de la normal también había movilizado a la policía federal y a los Guerreros Unidos que estaban en Iguala, listos para recibir a los viajeros.
Eran casi las nueve de la noche.
La Comisión para la Verdad de Ayotzinapa ha reconocido solamente a un alumno infiltrado en la normal y ha desestimado a los alumnos -ahora todos profesores- que han intentado declarar en otro sentido. El infiltrado reconocido por la Comisión es Julio César López Patolzin, un soldado en activo que consiguió meterse a Ayotzinapa mintiendo, pues dijo que si bien había pertenecido al ejército, ahora trabajaba como macuarro en construcciones de la región, y que era su deseo estudiar y superarse. Todo eso fue también avalado por su madre, que acudió a abogar por el joven a la escuela. López Patolzin, dice la Comisión, reportaba al 27 Batallón de Infantería del ejército acantonado en Iguala, precisamente, y estaba bajo la responsabilidad de un teniente llamado Marcos Macías Barbosa, a quien le reportaba.
El último mensaje del soldado-estudiante López Patolzin fue emitido desde la escuela cerca de las 10 de la mañana, y el ejército lo recibió sin problemas.
Entonces, ¿quién o quiénes habían alertado que los jóvenes salían de la normal, cerca de las 5:30 de la tarde?
IV
Lo siguiente es un extracto tomado del libro “Los infiltrados. El secreto de Ayotzinapa” (Miguel Alvarado, VCV, 2021).
El sicario Macedo Barrera estaba bajo las órdenes de Eduardo Joaquín Jaimes, El Chuky, principal ejecutor de El Tilo, Víctor Hugo Benítez Palacios, el jefe de la célula de los Peques. Al Chuky todos lo conocían en Iguala no sólo porque era uno de los asesinos más sanguinarios, sino porque la madrugada del 29 de diciembre de 2015 su rostro apareció a todo color en cientos de carteles que fueron adheridos con diúrex a postes del alumbrado y a bardas, en las calles de Aldama, Bandera Nacional y Galeana, en Iguala.
El cartel incluía un texto –un narcoboletín– fechado el 21 de diciembre del 2015, que informaba que El Chuky era uno de los responsables de la desaparición de los normalistas, y que Eruviel Salado Chávez, exdirector de la policía de Taxco, recibía protección de una docena de policías preventivos y del alcalde Omar Jalil. Terminaba con una frase que remitía al tema de los infiltrados: “la esposa de Víctor Hugo Benítez tiene un tío que es un alto mando del Ejército mexicano, pero que ya están investigando […]”.
Reportes de la PGR indican que antes de esos sucesos El Chuky había sido detenido por el ejército, pero nadie se explica cómo le hizo o por qué de repente ya estaba otra vez libre en Iguala.
El Chuky, que manejaba un Mustang gris sin placas, que le gustaba tanto como su nueve milímetros, sabía identificar a quienes podían ayudarlo. Primero los contrataba como halcones y después como pistoleros a sueldo. A Macedo Barrera lo contrató como halcón después de que una noche coincidieran en la discoteca La Iguana Loca, y éste le confesara sus penurias económicas. El Chuky le explicó que la zona de vigilancia que le ofrecía era la que iba de El Tomatal, donde hay un retén militar, hasta el centro de Iguala.
Al otro día le entregó un celular y el resto de las instrucciones. Todo se facilitaba porque el nuevo empleado de los Guerreros Unidos tenía moto, y por eso podía hacer los recorridos, ubicando a soldados y agentes del gobierno. El jefe inmediato de Macedo Barrera sería David Cruz Hernández, El Chino, un joven de veinte años que trabaja en Protección Civil de Iguala, a quien se le encargó reunir la información de todos los halcones y pagarles. Por ese trabajo el cártel le daba 7 mil pesos al mes.
Con el tiempo, Macedo Barrera pudo conocer la red de espionaje de los Guerreros Unidos, la cual estaba formada por El Gaby, un moreno de 1.90 metros y 25 años que se movía en motoneta, pero también en una pulcra Tacoma y enfundaba una .45 y dos cuernos de chivo para lo que se ofreciera. Estaba también La Vero, pequeñita, de nariz respingada, pero hábil con su Bewis negra, motoneta nueva de su propiedad. Al Chaky, que manejaba una X-Trail arena y una pistola nueve milímetros, lo conoció casi al mismo tiempo que al Mente, que era tan alto como El Gaby pero más joven, pues apenas tenía 19 años. Otro era El Bogar, que vigilaba los rumbos de la colonia Guadalupe, y también estaba El Moreno, a quien le tocaba la ruta de la colonia El Capire. El Cuate estaba asignado a la zona del Bar Jardín; El Gordo rondaba en la colonia Fermín. El Gemelos cubría las zonas del hotel Imperio y del aeropuerto; La Wendy andaba desde la terminal camionera hasta el centro; La China cubría los rumbos de la avenida del Estudiante, y Belem soplaba por la Central de Abastos. En su declaración, refugiándose en la desmemoria, Macedo Barrera dijo: “Hay más, pero no los conozco”.
V
A Julio César Mondragón Fontes le decían El Chilango. Estudiaba en la normal rural de Ayotzinapa y el 26 de septiembre de 2014, a las 9 de la noche, se preparaba para cruzar la ciudad de Iguala, ubicada en el violento estado de Guerrero. El camino que seguiría lo conduciría a la muerte porque ese día la ciudad se había convertido en un campo de exterminio patrullado por sicarios del cártel de los Guerreros Unidos, soldados del ejército mexicano, así como por policías municipales y estatales, moviéndose todos como un solo cuerpo, coordinados por un solo mando invisible.
Aunque El Chilango sobrevivió al cruce por el centro de aquella ciudad no pudo escapar al ataque final lanzado por las fuerzas del Estado y los sicarios, que lo capturaron a dos cuadras de la esquina de Periférico Norte y Juan N. Álvarez, cuando corría a toda velocidad intentando huir de la metralla que les habían soltado los Bélicos, un grupo de choque de la policía de Iguala que rodeó a los alumnos cerca de la medianoche.
Aunque estaba rodeado por vegetación profusa, de árboles altos o frondosos, no había árboles altos cerca del cuerpo de Julio César. Esto se aprecia en las fotos tomadas por el perito Vicente Díaz, de la Fiscalía de Guerrero, que guardó esas imágenes más de un año, en el cajón de un viejo escritorio hasta que le fueron requeridas legalmente.
Nadie vio cómo ni quién o quiénes habían asesinado al Chilango. Nadie, excepto una persona.
La normal de Ayotzinapa era un hervidero de actividad, rabia y miedo para el 28 de septiembre de 2014. Todavía no se sabía a ciencia cierta cómo había que organizarse para buscar a los 43 normalistas que habían sido levantados ese 26 de septiembre y de cuyo rastro no había señales. Había algunas, sin embargo, pero no eran esperanzadoras. La imagen del rostro desollado del Chilango ya le había dado la vuelta al mundo y a México porque alguien había colocado en redes sociales una foto, que se convertiría de inmediato en la medida terrible de lo que le había pasado a la normal rural, que contabilizaba para ese momento 43 desaparecidos, tres alumnos ejecutados y otros tres civiles asesinados. Entonces no se sabía, pero esa noche en Iguala habían muerto unas 90 personas en ese exterminio que hasta hoy sigue siendo Iguala. Además, los celulares de algunos egresados habían recibido imágenes y audios de algunos de los alumnos de primer año que ahora estaban desaparecidos. Por eso, muchos sabían que la búsqueda en vida de sus amigos era casi imposible aunque no perdían la esperanza. Intuían, por esos audios y fotos, que a los chavos los habían llevado a una casa de seguridad o estaban en una instalación con estructura de bodega. No podían afirmarlo, pero podrían haberlos llevado a la sede del 27 Batallón de Infantería de Iguala porque las imágenes mostraban espacios amplios. Sin embargo, lo que más les había impresionado eran los gritos de quienes estaban ahí. Porque los captores los estaban acuchillando.
Estos videos han permanecido resguardados por quienes los recibieron, y hasta 2021 es que los han mostrado a otras personas. Para el 28 de septiembre de 2014 las redes sociales con influencia en Iguala mostraban la realidad cruda de aquellos hechos: además del Chilango, otros muertos le dieron la vuelta a Guerrero, como un latigazo. Un alumno, presumiblemente parte del grupo de los 43, era mostrado tirado, a las puertas de un Oxxo. Otro más, también muerto, en la esquina de dos calles sin nombre. Pero estas últimas gráficas, así como aparecieron, fueron borradas casi de inmediato. Estaban ahí para que Ayotzinapa terminara de recibir el mensaje completo: “esto les pasa”.
Así pues, los profesores egresados de la normal se habían reunido en la escuela de inmediato. Habían convocado a una reunión de emergencia para solidarizarse y apoyar a la escuela y a sus estudiantes. Ahí, en el auditorio, unos 150 maestros de todas las edades discutieron, dialogaron, lloraron, se encabronaron, se doblaron, se levantaron y al final se pusieron de acuerdo, primero que nada, en cerrar filas.
Estaba hasta el tope el auditorio de la escuela, como dicen ellos ahora que recuerdan la escena. Y en eso estaban cuando vieron llegar a un alumno de Ayotzinapa. Se trataba de Manuel Vázquez Arellano. Había entrado a Ayotzinapa en 2006 y desde entonces iba y venía por sus salones y matrículas con cierta regularidad. No se había recibido a pesar de que era un alumno inteligente y muy preparado políticamente. Todos los conocían porque además era el encargado de la instrucción ideológica de la escuela.
Así que los egresados mantuvieron su reunión en presencia de él, quien al tomar la palabra rompió en llanto. Si algo dijo que haya conmovido a aquella reunión ha sido olvidado porque lo que se recuerda es lo que contó después, a un reducido grupo, cuando la junta ya había terminado.
Y lo que explicó Omar García fue lo siguiente: dijo que él había presenciado cómo habían torturado y ejecutado al Chilango, en los terrenos del Camino del Andariego en Iguala. Dijo que él, por alguna razón, estaba en ese lugar.
Omar García había llegado a Iguala en el equipo de auxilio que Ayotzinapa había enviado para ayudar a los alumnos atacados, la noche del 26 de septiembre. Llegó, junto con otros, pasadas las 11 de la noche y le tocó estar en la balacera de la esquina de Periférico y Juan N. Álvarez. Él también corrió, junto con todos, cuando el ataque comenzó. Corrió calle abajo hasta el hospital Cristina, donde se refugió junto con un grupo de chavos. Ahí llegaron los militares, que los amedrentaron pero no los detuvieron ni se los llevaron. El ahora diputado se encontraba en el hospital Cristina más o menos a la misma hora en la que al Chilango le fracturaban el cuerpo.
Refirió entonces que para que no lo vieran había trepado a un árbol grande y frondoso. Y que había aprovechado la oscuridad para hacerse sombra entre las ramas. Por eso pudo ver todo desde el principio y por eso podía afirmar, sin temor a equivocarse, que al Chilango cuatro policías municipales lo tenían bien sujeto. Entre todos lo golpearon con las armas que llevaban, lo molieron a patadas, desmayándolo de dolor.
Ya caído, uno de los agresores le sostuvo de la cabeza y de entre las bolsas de su vestimenta policiaca sacó una cuchara. Esta cuchara, refiere el testigo, tenía la punta del mango afilada de tal manera que con ese instrumento procedió a arrancarle un ojo al alumno, que de acuerdo al relato, se encontraba vivo. Después, con ese mismo filo, comenzó a cortar la piel del rostro del estudiante y por fin, terminada esa tarea, abandonaron el cuerpo. De acuerdo a lo que Omar García contó a los profesores egresados, todo eso pudo verlo desde la copa de un árbol, entre una y dos de la mañana, mientras otros de sus compañeros reportaban que este mismo Omar se encontraba en el sanatorio Cristina, a unos 10 minutos a pie del sitio en el que el cuerpo del Chilango fue hallado por la mañana.
Manuel Vázquez Arellano tomó protesta como diputado federal plurinominal por el partido de Morena, el primero de septiembre de 2021. Atrás ha dejado el mote de Omar García y asume, porque el cargo lo exige, su verdadero nombre. Ha intervenido en tribuna para pedir que este mes sea denominado como “septiembre, mes de Ayotzinapa” y dedica un tiempo a sus redes sociales, sobre todo a responder a quienes le dejan mensajes. Omar o Manuel ya había declarado a medios de comunicación que a Julio César Mondragón Fontes le hicieron lo que le hicieron porque había tenido el atrevimiento de escupir en el rostro a uno de sus captores. Se lo dijo a la periodista Carmen Aristegui, durante un programa en el que fue entrevistado a finales de octubre de 2014, cuando el ahora diputado se presentaba con el membrete de vocero de Ayotzinapa. De acuerdo a él mismo, la escuela había nombrado a cuatro voceros, incluida su persona.
VI
La familia de Julio César Mondragón ha exigido al gobierno federal que se investigue a Manuel Vázquez Arellano, hoy diputado plurinominal por Morena, y a David Flores Maldonado, director de área de la SEP. La familia cuenta con testimonios de que estos dos líderes estudiantiles eran infiltrados en la normal, como también lo apunta una gran mayoría de sus ex compañeros de aquel 2014.
Las investigaciones del gobierno federal han cobijado a los alumnos que la familia Mondragón señala como infiltrados, y que suman un total de 23. Los ha convertido en testigos protegidos y de eso se jactan algunos de ellos, sobre todo el diputado Vázquez, quien desde sus redes sociales “invita” a quienes los señalan para que declaren ante las autoridades correspondientes. “Yo no opino, yo declaro”, dice Vázquez en los escritos que de tanto en tanto coloca en su muro de facebook.
La historia de cómo el Parca, David Flores Maldonado, consiguió desalojar la escuela ese viernes 26 de septiembre de 2014, para dejar solamente a los alumnos de primer año, que no podían protestar, puede explicar que el viaje a Iguala ya estaba programado días antes. El Parca y el diputado Vázquez desobedecieron la orden de la base estudiantil de Ayotzinapa que habpia prohibido hacer actividad alguna para tomar camiones debido al peligro que representaba para los alumnos. Esa historia será contada más adelante.
Por otra parte, el diputado Vázquez no ha respondido al reclamo de la familia Mondragón, que lo insta a explicarles, cara a cara, su versión de los hechos que le arrebataron la vida a Julio César. Tampoco ha respondido la invitación que ex compañeros y asociaciones de ex estudiantes le han lanzado. Su silencio, dice la familia Mondragón, habla por él.