Miguel Alvarado
Toluca, México; 11 de enero de 2020. En Torreón, Coahuila, un niño de 11 años que lleva armas a su escuela primaria abre fuego en contra de la maestra, que ha ido a buscarlo al baño. Ella muere cuando los disparos la alcanzan, y luego el niño dispara también en contra de sus compañeros. Consigue herir a cinco de ellos, así como a otro profesor.
Entonces, realizado lo anterior, vuelve a disparar por última vez, esta vez contra él mismo, para quitarse la vida.
Ahora todo es estupefacción.
La relativa lejanía de los hechos y la manía por tener siempre actualizados cúmulos informativos inútiles hacen parecer a esta masacre que ha triturado todo lo que ha podido, algo que puede ser sustituido, decimos, por resultados del futbol, el valor de dólar, la nueva foto de la sobrina, el cumpleaños de alguien.
¿Y entonces? ¿Qué nos dice el acto del niño que apareció muerto por la mañana del viernes 10 de enero en la escuela Cervantes de la capital de Coahuila? Muerto, con una de sus armas entre las piernas, el cuerpo doblado debido a la fuerza de algo que solamente pudo ser calmado a golpe de bala. Dice una información del diario El Universal, respecto de los suicidios en México, que “las cifras no mienten”. Después, o antes, la reportera Blanca Corzo consigue articular pormenorizadamente el número de casos en el país. Para finales de 2017, dice su trabajo, el Estado de México era primer lugar nacional en suicidios, con 3 mil 704 casos registrados entre 2012 y 2017. Le seguían Jalisco, con 3 mil 275; Guanajuato, con 3 mil 704, y la Ciudad de México, con 2 mil 333.
Pero yo creo que las cifras mienten, no porque en ese trabajo, cuya elaboración fue puntual y razonable dentro de los términos periodísticos, sino porque ese un mapa de números necesita de una explicación desde el encuentro con quien sobrevive a esa muerte, la muerte suicida de alguien cercano. A veces se les llama sobrevivientes o dolientes y la mayoría habrá perdido algo para siempre. Deberá pasará algún tiempo para que esa muerte suicida pueda ser ubicada en alguna parte de los que quedan.
La Comisión de los Derechos Humanos del Estado de México, en un breve ensayo sobre el tema, por el que se deslizan las sombras del sociólogo Durkheim y el escritor Albert Camus, alcanza a puntualizar, después de ofrecer panoramas hasta geográficos, que “la conducta suicida de niños y jóvenes se asocia directamente con agentes como la depresión”. Después hay otras palabras: desempleo, separaciones amorosas, cambios de hogar, agresiones sexuales y otras más cuya fuerza destructora, si encuentra un nicho en alguien, podría desarrollar una tendencia letal.
Pero, entonces, ¿qué puede decir alguien que ha perdido a una persona por suicidio? ¿Y qué ha dicho el suicida con su acto, irremediable y por suerte irrepetible? ¿Tiene derecho a buscar la muerte, a decidir cómo morir, y cuándo? De botepronto, la respuesta parece ser no, pero es un “no” en minúsculas, que se detiene a pensar en muy pocas cosas, en el suicida mismo para empezar. La respuesta, para quienes se han quedado en el impasse de esa muerte heredada, siempre será una fluctuación: sí, a veces. No, a veces.
Lo único que queda es la estupefacción.
Quién sabe si la experiencia, contada como sea, pueda ayudar, porque hay muertes por suicidio que no debieron suceder si supiéramos qué hacer. La mayoría de los que quedamos no supimos qué hacer porque unos ni siquiera considerábamos que la vida del otro estuviera en peligro. De todas maneras, el resultado final, la suma de lo que hicimos y no, fue la muerte. Después vienen los matices. Median en las decisiones suicidas las enfermedades y una lista más o menos interminable que incluye además la buena o mala suerte, el tono de las palabras, los movimientos del mundo que nos rodea, la comida que haya sido buena o tal vez ni eso, porque en las horas anteriores pudo haber hambre y por supuesto un espacio para estar solo en casi todos los casos.
Lo que sí hubo fue una oportunidad.
El título de la nota de la reportera Blanca Corzo fue: “Suicidios. La violencia no los mató, los obligó a matarse”. ¿Qué habrá querido decir el editor con eso? Después, sin uno revisa, lo sabe. Quiso ligar la incidencia suicida con el entorno violento de cada entidad, el cual coincide en casi todos los casos tratados.
Los números, sin embargo, se llaman Uno, Dos, Tres, Cuatro, Miles. Pero no se llaman Víctor, Juan, Gloria, Helena o Mauricio. Son lineales, un signo de representación. Las cifras, que a lo sumo forman grupos, no tienen nombres ni tienen historias.
La Secretaría de Seguridad y el Secretariado Ejecutivo estatales ponen también su grano de arena y en el trabajo el “El suicidio en el Estado de México como fenómeno multifactorial”, realizado en 2018, escriben, refiriéndose a lo suicidas, que “las víctimas de este delito son personas vulnerables […]”. ¿Es un delito el suicidio? Legalmente, para el Estado de México, sí lo es, y cuando se investiga la muerte por suicidio las fojas resultantes se rotulan con la palabra “Homicidio”.
Sí, así lo hacen aunque no signifique lo mismo.
Pero, entonces, ¿contar la historia de alguien ayuda? ¿A quién ayuda? ¿Y eso quién lo dice? ¿Alguien querría ver el nombre de su familiar en los diarios, que por otra parte no saben cómo tratar un caso de suicidio? No se trata de una persona desaparecida, ni de alguien que esté secuestrado o haya sido torturado.
El niño de Torreón, de apenas 11 años, decidió por alguna razón que “ese era el día” y entonces hizo lo que hizo. El gobernador de Coahuila, un tal Miguel Ángel Riquelme Solís, dijo, para justificar algo que aún no se sabe qué es, que el niño suicida estaba influenciado por videojuegos violentos y después ha encabezado una cruzada para combatirlos.
Ese niño de primaria les ha dicho a los mexicanos varias cosas. Primero, que nadie lo vio, y si lo vieron, nadie supo interpretarlo. Después, con la voz de sus balas, también ha dicho que la escuela, que el hogar, que la familia, que la abuela, que sus compañeros, que el resto de la realidad en la que él vivía no merecía ser vivida. Y en ese decir eso, también se convirtió en asesino. La magistral broma del tal Riquelme Solís acerca de los videojuegos, por decir algo acerca de eso, es suicida.
Esa, la de Riquelme, la de los padres, la de la escuela, es la historia que debería contarse para saber cómo y por qué decidieron, en conjunto, que un niño de 11 años, una mañana de viernes, matara a su maestra, hiriera a seis y después se matara él mismo, mutilando, de paso, a muchos de nosotros con eso.
Que así vivimos, con algo roto para siempre.