Fernanda García: texto. Karen Colín: diseño. Ramsés Mercado: imagen.
Toluca, México; 20 de mayo de 2022.
– Cuando estás en una situación de riesgo, ¿qué haces? –me preguntó Raúl Llamas durante un curso de periodismo en etapas de riesgo–.
– Aseguro mi trabajo y busco refugio –le respondí con una voz juvenil y llena de inexperiencias–.
Eso sucedió hace 12 años, estaba sedienta de grandes anécdotas, de grandes reportajes y ese día me lo dijeron por primera vez: de nada sirve un periodista muerto.
En los últimos seis meses he sido víctima de dos agresiones por parte de fuerzas de seguridad, la primera vez fueron los municipales, este jueves 19 de mayo, fueron los estatales.
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Me emocionaba lo que iba a suceder en la Catedral de Toluca, tenía que cubrir la investidura del monseñor Raúl Gómez y la respuesta de los grupos LGBTTTI+ a la negativa de dictaminar los matrimonios igualitarios en las comisiones legislativas justamente por el evento eclesiástico. Iba preparada para correr y estar en dos lugares al mismo tiempo, para hacer una cobertura para los medios en los que laboro.
No había dormido bien. La noche anterior había acudido a un linchamiento en Toluca y aún sentía la sangre de los presuntos delincuentes en mis suelas, aunque ya traía otros zapatos. Entonces el cansancio me hizo estar, quizás, un poco más alerta.
Quienes me conocen en coberturas saben que me pierdo de pronto disfrutando de capturar los momentos, los diálogos para trabajarlos en mis notas sin necesidad de una grabadora, que estoy en el momento y que por lo regular pierdo de vista lo que sucede más allá de la lente. Este jueves no fue así.
Estuve más alerta y quizás un poco más alejada porque la fatiga me había alcanzado. Entonces corrí a la manifestación de los colectivos de la diversidad sexual y comenzó. Supe en ese momento que sería una cobertura de repercusiones nacionales porque los granaderos estatales y municipales de Toluca estaban listos para reprimir la manifestación.
Pese a las vallas que se colocaron a una cuadra de distancia de la Catedral de San José, los manifestantes las brincaron como pudieron y los reporteros tuvimos que hacer lo mismo. Cuando uno firma el contrato para reportear no se imagina que tendrá que buscar destreza física entre la lista de habilidades y aptitudes, eso no se pone en el currículum vitae.
El trayecto trazado por quienes luchan por el matrimonio igualitario tenía como objetivo final la Cámara de Diputados. Entonces, el primer error por parte de las fuerzas de seguridad fue impedirles el paso frente a la Catedral, justo en donde no querían que estuvieran.
Lo anterior fue aprovechado por la marcha y se gritó a todo pulmón que “¡Nos vamos a casar, le guste a quien le guste!” mientras se rezaba un padrenuestro adentro de la iglesia. Una oda a la ironía por donde le quieran ver.
Una vez en el atrio del edificio dedicado a San José, se izaron las banderas multicolores y se escuchó la orden: “¡Avancen!” –gritaron los mandos y muy obedientes y con escudo por delante, los policías lo hicieron–.
Al mismo tiempo, un compañero cayó, así que lo único que pude hacer fue agacharme para saber cómo estaba. Comencé a sentir la adrenalina en cada grito que lancé cuando pedía una ambulancia. Le pedí a los policías que dejaran pasar a los paramédicos para que se llevaran a mi compañero, un hombre que mide casi dos metros cuya rodilla había tronado tan fuerte que no podía levantarse.
La respuesta fue una sola: querían avanzar sobre nosotros pese a que había un lesionado en el piso, pese a que estaba yo con él. Fueron segundos, pero temí por la vida de Abraham. Estábamos ahí, en medio de un operático represor y sólo pude echar cuerpo delante para tratar de proteger a mi amigo, conteniendo como podía los escudos para que no lo pisaran y lesionaran más.
Los policías supusieron que esa era una agresión. Resistir. Así que instantes después, recibí los primeros golpes y el fotoperiodista Ramsés Mercado, quien estaba batallando entre capturar las agresiones y defenderme, me ayudó a proteger a nuestro colega.
Nos golpearon. Vilmente nos golpearon y esperaban que nosotros, cabizbajos, nos dejáramos atropellar en todo sentido. Física, psicológica y moralmente.
No sé qué momento del día era, quizá pasadas las 11, quizá después del mediodía. Cuando llegaron la adrenalina y el miedo, sentí que estaban pasando horas enteras.
II
Sentada con los dos pies lesionados, un moretón verduzco en el brazo derecho, fumando un cigarro para los nervios, analicé la situación.
No nos cuidan. Me vulneraron como periodista y en mi condición de mujer porque fueron hombres los que accionaron. Vulneraron a tres mujeres y a dos hombres periodistas que sólo trabajábamos.
Alguna vez me dijeron que nuestra labor es correr al epicentro mientras todos huyen de él y aunque el riesgo es inherente, ¿realmente cubrir una manifestación pacífica en la que las únicas armas eran banderas, es una cobertura de riesgo?
Ahora, ¿qué pasa con los lesionados? Nos preguntaron en nuestras respectivas redacciones cómo estuvo la situación, cómo nos sentíamos.
Yo me pregunto quién le va a pagar los gastos a Abraham, que es freenlance. ¿Quién le va a pagar los días que no va a laborar? Vivimos al día, muchos de nosotros tenemos dos o tres y hasta cuatro trabajos para poder vivir. Amamos lo que hacemos, pero ¿a qué costo?
Reventé en llanto mientras escribía mis notas sobre los hechos. Reventé de coraje por ser de nuevo portada de medios nacionales, no por mi trabajo sino por agresiones estructurales, institucionalizadas al grado que se han normalizado.
“Gajes del oficio”, me dijeron. No, esto no puede ser más parte del andar reporteril, ya no más.
Nos matan, nos golpean, nos sobajan, nos humillan, nos corren, nos quitan convenios para callarnos. Y no se diga nada sobre la autocensura por miedo a perder el trabajo, el sustento para la familia.
Y estoy cansada. Amo lo que hago, amo ser voz y ojos y manos de quienes necesitan ser visibilizados, pero ¿a qué costo?
Entonces abracé a Ramsés, mi compañero de vida, de coberturas, de oficio, lo abracé tanto y supe: nos puede un día costar la vida pero nacimos para alzar la voz. Así que aquí estoy, haciéndolo desde mi trinchera.
Algún día me costará el trabajo, unos golpes más en este atropellado cuerpo, pero jamás callarán este fuego que siento cuando veo una injusticia. Que lo sepan. Los reporteros y reporteras de a pie estamos solos, pero jamás podrán callarnos, no podrán detener lo que tenemos que decir.
¡Hasta la próxima!
Fotografía: Ramsés Mercado.