Carla Valdespino: texto. Brenda Cano: diseño.
Toluca, México; 27 de junio de 2022.
Nómada. Errante. Peregrina. Trashumante. Caminante. Viandante. Paseante Gitana. Benandantti… tantas formas de aprehender el mundo y el ser humano optó por el punto fijo, el sedentarismo; y fue cuando soñó con un trabajo fijo, una vida estable y una pareja cuyo equilibrio pende del dinero y el amor. Construyó conocimientos científicos que lo llevarían a encontrar una supuesta verdad. Sí, ha luchado por todo aquello que la Modernidad determinó sería el camino a la felicidad pero que, como Kierkergaard, deberíamos reírnos porque la realidad es muy otra.
Me pregunto por qué nos seguimos obligando a ser sedentarios. Hemos forjado la idea de que permanecer es un sinónimo de confianza y estabilidad. Echar raíces podría ser la justificación más contundente, pues sólo así tendríamos la oportunidad de crecer, pero quizá y sólo quizá no nos hemos percatado de que esta forma de vida nos lleva a la alienación y a perdernos de nuestra esencia verdaderamente humana. El ser sedentario nos ha hecho olvidar la muerte y pensar que todo aquello que se mueve a otro ritmo, con un tiempo lento, sin prisas, pero sin pausas, no es el correcto.
Yo, por el contrario, sueño con ser nómada al puro estilo de Dante y gastar la suela de mis huaraches al recorrer el Infierno, el Purgatorio y el Cielo. Quiero que las plantas de mis pies sientan la tierra y acaricien el humus que nutre la vegetación entera, que hace crecer los bosques y las selvas. Y como los nómadas australianos, deseo pintar mapas en el paisaje y trazar la canción del universo que sólo tiene sentido cuando caminamos. Ser nómada que erige su Menhir para marcar su paso, su historia. Hollar el cosmos con mis pisadas.
Quiero ser como Thoreau, el caminante del siglo XIX, vivir la libertad de hollar los bosques y las llanuras, porque quizá sea la única libertad que nos queda, el caminar al ritmo del tambor interno de la conciencia y no al ritmo del horario del tren, del Metro, del avión, de la junta, del trabajo, de la escuela, del hogar, de la familia.
Hemos optado por olvidar el plan del universo y decidimos traer los bosques a las ciudades, plazas comerciales disfrazadas de bosques imitan a la naturaleza, con veredas resguardadas por árboles que crecieron en un invernadero, árboles que no conocen los bosques, Sí, una plaza comercial ideal, con áreas verdes perfectamente diseñadas, cuerpos de agua artificiales, todo lo necesario para que el paseante se sienta cómodo, seguro en los espacios pulcros, casi pasteurizados. Todo lo necesario para alejar a los visitantes de la ciudad, de esa posibilidad de encontrarse con el otro que no desean mirar: el vagabundo, el migrante, el indígena, el transeúnte. Plazas comerciales con lo indispensable para acercarlos a un mundo de apariencias; todo lo preciso para reforzar esa sensación de superioridad con paseantes que han olvidado los bosques, bosques que visitan en sus prácticas de senderismo con un bastón en la mano, pero que regresan a casa en su auto.
Quiero ver, como Thoreau, que el ser humano y sus asuntos: escuela, estado, iglesia, política, libre mercado, globalización, manufactura, consumo desmedido, poco espacio ocupan en el paisaje y lo único que ocasionan es la explotación… la deshumanización.
Quiero practicar la trashumancia, esa bella forma de vida que nos conecta con las montañas, los valles, las estepas, los lagos, las cuencas, los esteros, estar siempre en el camino y habitar los trayectos, desdibujar los mapas impuestos por la hegemonía occidental y crecer sin fronteras. Mirar el sol brillar en los pastizales; el intenso azul del cielo, las estrellas dictando caminos que la modernidad decidió sepultar. Caminar debe ser el acto de rebeldía que nos lleve a nosotros mismos porque caminar es algo escondido, esperando a ser descubierto, es la comunicación con el Otro.
Quiero ser como Makina, la migrante que andaba con miedo las calles de la Gran Ciudad, pues no quería dejar su huella, soñaba con volver con la Cora. Makina, que después de cruzar la frontera y recorrer el inframundo, sin pensarlo, marcó sus pisadas en un parque cerca del río y jamás regresó a los brazos de su madre. Ser los pasos errantes de Caín. Ser los pies de Goytisolo en su camino a Sarajevo y el silencio de los 300 musulmanes calcinados en una mezquita. Los pasos de Ignatieff en aquel cine de Croacia, cuya huella se marcaba en el polvo… polvo de huesos humanos.
Quiero ser el niño, cuyo nombre he olvidado, pero no sus ojos llenos de esperanza por llegar al Otro lado. Pequeño de diez años que sólo hizo una parada en la casa del migrante, La 72 para lavar sus pies, conseguir un par de calcetines y zapatos “nuevos”. Solo durmió una noche en el albergue pues su camino aún era muy largo y apenas estaba en Tabasco. Sus pies destrozados por la humedad y los 300 kilómetros que había recorrido caminando no fueron un impedimento para seguir con el sueño americano.
Quiero ser el hombre que duerme sobre la banqueta a plena luz del día sin importar el caos citadino. Al verlo por la ventana del museo que he recorrido con toda la calma, me pregunto cuánto ha caminado por la vida, cuánto ha recorrido. No, él no es nómada, es un errante que perdió el mapa, perdió la canción de su historia, el cosmos de su existencia se disolvió en el alcohol y se diluyó en el tíner.
Somos estos viandantes que corren el mundo de las ideas, de las supuestas realidades y creemos firmemente en esta verdad. Pero mejor seamos los trashumantes que reconocen el relato del otro, seamos los nómadas australianos que respetan la canción del otro. Seamos caminantes que repiensan la condición humana.