Miguel Alvarado
Toluca, México; 24 de febrero de 2019. Roma, la película mexicana protagonizada por una mujer indígena, está en la antesala de los premios más mediáticos del mundo cinematográfico. Buena, muy buena, así como emotiva, muy emotiva, la cinta dirigida por Alfonso Cuarón ha generado todo tipo de opiniones. Desde las técnicas, acerca de la realización, hasta las psicológicas, sobre el impacto del mensaje que ese trabajo logra proyectar en cada uno de los que la han visto, pero incluso en quienes todavía no lo han hecho.
Que Roma, protagonizada por una indígena de Oaxaca, haya logrado tal reconocimiento a nivel mundial habla, al menos un poco, de la apertura de un mundo al que no le interesa nada, que aplaude y promueve desde el tercermundismo que siempre nos tocará una intervención militar en Venezuela amparado en la desmemoria de cantantes reunidos, como para provocar algo, en la frontera colombiana pidiendo la liberación de un país que por lo menos el resto del mundo no ha terminado de comprender más allá de las notas periodísticas.
Que Colombia sea el Comando Sur estadounidense, la base militar de operaciones para América Latina dice mucho. Y Roma, oriunda del territorio del Comando Norte afincado en México, dice más.
La película también representa, entre otras muchas cosas, la función de los comandos mencionados, que marcan por su lado los límites entre países de primera, de segunda, de tercera y hasta de cuarta categoría. Roma refleja la degradación del ser humano, la sujeción a la categorización y los prejuicios y lo consigue. Que no pase nada, como dicen algunos, es también parte de su mensaje implícito o simbólico, porque es cierto. A pesar de todo, no pasa nada.
Que la actriz principal fuese una mujer indígena indignó a muchos. Las críticas contra su condición de improvisada también se expresaron y de la peor de las formas, pero siempre pasaron por el tamiz de la piel, de la pigmentocracia tan bien practicada por todos nosotros. Y que el tema sea la servidumbre como representación de todo lo invisible puso de manifiesto lo canalla que suele ser la sociedad. Porque invisibles son o somos muchos: los baldados, los acarreados, los epilépticos, los desempleados, las víctimas de abuso, los subempleados, los desplazados, los violentados de alguna forma. Nada de eso se ve y la tolerancia, en un país como éste, se convierte en otra cosa, en la normalización de toda forma de exacerbación.
La actriz Aparicio -porque lo es, a pesar de entelequias como Sergio Goyri- está a un paso de ganar un Óscar y con ello, con una sola actuación, con una sola película, entrar a la inmortalidad entendida desde Hollywood, tan racista como el mexicano más fóbico. Si lo consigue -en realidad no importa-, Aparicio nos dará una lección a todos nosotros en todos los sentidos. No será desde la reduccionista porra del “sí se puede”, sino desde algo más profundo, más perdurable y que puede decirse, entre otras cosas, que es la representación de una pertenencia, de un algo más allá de lo que ha implantado la necropolítica, la muerte porque sí. El cine, Roma en este caso, también es para siempre.