Ciudad de México.
Marcos T. Águila: texto. Miguel Alvarado: foto.
Los líderes ambientalistas que dedican sus vidas a la defensa del patrimonio natural de regiones y países en riesgo, son héroes anónimos cuyas vidas peligran a diario. Sólo en 2021 hubo 54 asesinatos de defensores del medio ambiente en México según Global Witness, con sede en Londres, en su informe de año pasado. México ocupó ese año el penoso y triste primer lugar en el número de víctimas. Los países que le siguieron fueron Colombia (33 muertos), Brasil (26), Filipinas (19), Nicaragua (15), India (14) y un largo etcétera. Estos héroes civiles están en la línea de fuego que enfrenta la mancuerna de la búsqueda de la ganancia fácil de empresas y/o grupos criminales poderosos (destacan las operaciones mineras y la tala ilegal), unida a la ineficiencia, torpeza y corrupción institucional de los gobiernos, particularmente en sus versiones locales, que se hacen de la vista gorda.
Uno de esos héroes sociales fue el profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana, Álvaro Arvizu, cabeza (y corazón) del Centro para la Sustentabilidad Incallicahuicopa (CENTLI), ubicado en Tlalmanalco, Estado de México, que cuenta con décadas de labor a favor de la comunidad y el ambiente. Álvaro fue el dirigente histórico de CENTLI, en defensa del agua (y por tanto del bosque que rodea la región), impulsor del tratamiento exitoso de residuos sólidos en la región y de la investigación de campo que por décadas se ha realizado en la zona. Una piedra en el zapato de la deforestación masiva. Él y dos de sus más cercanos colaboradores fueron atacados el 13 de junio en instalaciones del centro. Al profesor se le apartó y torturó por más de 20 minutos de manera salvaje fuera de las oficinas, de modo que falleció más tarde en un hospital. Los otros dos profesores atacados, el director académico del Centro, Carlos Vargas, y la investigadora y esposa de Álvaro, Rebeca López, fueron maniatados y golpeados de manera menos severa. De hecho, este artero atentado fue antecedido por otro asesinato, el del profesor de la BUAP y ambientalista de la región, Cuauhtémoc Márquez Fernández. A Cuauhtémoc lo atacaron en su casa, en la misma zona, y forma parte de la misma intención de deshacerse de obstáculos al extractivismo. No son estadística, aunque formen parte de ella. Expresan una deleznable tendencia: la impunidad de los responsables, incapacidad del Estado e impotencia de la sociedad. En México se extienden las áreas en que las funciones del Estado son suplantadas por “fragmentos de Estado”, que imponen su violencia local y recolectan sus propios impuestos (que se suman a los oficiales), dentro de un panorama de escasez de empleo y oportunidades.
La consigna de “Abrazos, no balazos” no tuvo la suerte de, como muchas de las frases paradigmáticas del movimiento que ha encabezado López Obrador, de hacerse pegajosas porque aluden sentimientos o realidades profundas, como “Por el bien de todos, primero los pobres” (ante la desigualdad); o bien despreciativas, como la de “fifís” o la de las “corcholatas” (seleccionadas por “El gran destapador”). La consigna de “Abrazos, no balazos” hubiese tenido algún sentido si por “abrazos” se hubiese pugnado por alguna forma de pacto que redujera la presencia creciente del crimen organizado, a través del tránsito hacia actividades lícitas, una especie de “blanqueo” del dinero hacia el turismo, diferentes cultivos agrícolas, obras de infraestructura. Nada de esto ha ocurrido, salvo casos producto de iniciativas propias de los grupos delincuenciales. En cuanto a los “balazos”, en cambio, se han recrudecido unilateralmente y a mansalva en las distintas ramas de la vasta operación criminal: las drogas (incluido el fatal fentanilo), la tala ilegal (que se llevó la vida de Álvaro), el huachicol (que no ha desaparecido), la trata de personas, el secuestro, la “gestión” de la migración ilegal, la extorsión creciente ya diversas escalas de negocios, desde los informales hasta las medianas e incluso grandes empresas, como si se tratara de pequeñas secretarías de Hacienda, operadas con pistola, en microestados locales.
Todas estas son prácticas profundamente arraigadas, con redes muy extensas y hundidas en las zonas sombrías de las propias comunidades.
En cuanto a los “balazos” desde el Estado, se ha elevado en escala muy importante la capacidad de acción de las fuerzas armadas, que llegó a 213 mil este año, a los que cabría agregar otros 50 mil efectivos de la Marina Nacional. Aquí no ha habido austeridad republicana. ¿Son muchos? ¿Son pocos? No lo sé. Son ineficaces, eso sí, a la luz de las víctimas. ¿A cuántos ascenderán los efectivos de las mafias organizadas? Tal vez cientos de miles. ¿Son las fuerzas del orden impermeables a las ofertas de corrupción de los grupos criminales? Muy probablemente no. Basta con pensar en las revelaciones del juicio de Genaro García Luna en los Estados Unidos. ¿Se puede confiar en que la militarización reducirá el problema? Hasta hoy, ha fallado, tanto o más que las estrategias anteriores en ese terreno. ¿No sería pertinente que las corcholatas hablaran sobre ello? ¿Y el destapador? ¿Militarización para qué? ¿Cómo generar frentes comunitarios, comités de barrio, fredes de apoyo, al amparo de la autoridad? ¿Quién nos protegerá?
Algunos de los colegas y líderes académicos cercanos a Álvaro Arvizu explicaron que la denuncia del caso del CENTLI se hizo de manera directa al fiscal general Alejandro Gertz, a la gobernadora electa del Estado de México, Delfina Gómez y a la secretaria de Gobernación, Luisa María Alcalde (¿por qué no a Alejandro Encinas, curtido en las lides de reconstrucción del caso Ayotzinapa?).
¿Habrá algún cambio cualitativo en la atención a este caso, extraordinario en el sentido de que se ataca frontalmente el trabajo de una universidad pública? Álvaro somos todos, como han expresado valientemente los profesores dispuestos a continuar con las labores del CENTLI. El 1 por ciento de eficacia no es un número aceptable para México.
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Profesor de la UAM Xochimilco.