Marco A. Rodríguez Soto
México es un país donde su gente puede estorbar el paso a una ambulancia hasta por cinco minutos poniendo así en riesgo la vida del transportado. Una vez que pasa ésta, los conductores a su periferia no pierden la oportunidad para formarse detrás y evitar con ello el tráfico, pero también es el sitio donde los conductores del vehículo de enfermos hacen sonar la sirena a fin de atender su urgencia: llegar a tiempo por los tacos de la cocinera favorita del rumbo.
México es, quizás –y ojalá así sea-, el único país de Latinoamérica donde en un mismo puesto comercial se ofertan clamatos y micheladas, recarga de baterías para automóviles, tacos de carnitas y pañales desechables.
Aquí habita, como puede, el mexicano. Ese personaje que por exprimir hasta el último centavo del pago de una renta es capaz de combinar no uno, sino cuatro giros comerciales en el mismo espacio, a pesar de que cada que abre la cortina de su muy particular multiservicios, deba tomar una bocanada de aire sustanciosa y luego exhalarla lentamente, en señal de resignación anticipada, pues sabe que en las siguientes horas habrá de soportar la bofetada de quien, una vez alcanzado el clímax etílico, no pide sino exige un taco de costilla o buche que, para entonces, han desaparecido del cazo dejando en su trayecto una natilla con aspecto a dulce de leche o cajeta –según su temperatura- y que corresponde, naturalmente, a manteca fría.
El bebedor en turno se siente estafado y entonces, obstinado, actúa influenciado por el raciocinio mexicano que consta básicamente en creer que uno siempre tiene la razón y para ello debe sustentarla con golpes.
El mexicano es ambicioso y atrabancado por naturaleza, basta analizar a sus políticos o su gastronomía: tortas de tamal, tamales fritos, torta de tacos al pastor, dorilocos, chicharrones con cuero y menjurjes que llenan un largo etcétera. Cubre su deseo a cada golpe calórico que le aporte el alimento en turno. Siempre quiere y va por más. Las lágrimas en los ojos se vuelven nada cuando sabe de antemano que un taco siempre puede llevar «otro poquito» de salsa.
Es creativo pero también soberbio e incapaz de asumir sus serendipias por temor a que éstas le sean reprochadas como fracaso más que acierto, salvo que se traten de aquellas que lo hagan lucir como prócer, que no héroe, porque, dicho sea de paso, también es vanidoso.
Cuentan las malas lenguas -que tanto abundan- que en alguna ocasión un fulano se encontraba indagando sobre corrupción en torno a un político y tropezó con todo un partido coludido. El afortunado pudo dejar de serlo si volvía pública la información, y es que en México las verdades terminan, muchas veces, encerradas en una caja tres metros bajo tierra. Sin embargo logró templar el panorama consiguiendo, a su paso, una beca generosa del gobierno federal patrocinada por los contribuyentes.
Reportes periodísticos han revelado por años otro matiz de la realidad mexa: encabezados tipo “Nombra EPN a Virgilio Andrade como secretario de la Función Pública”, “Protestan maestros de varios estados contra evaluación” o el más obvio “Muere atropellado debajo de puente peatonal”, por mencionar sólo algunos, exhiben la incongruencia y “pocamadre” de los hijos de Quetzalcóatl y ahijados de la Malinche.
Está también el que sale a las calles para gritarle un alto a la corrupción y más tarde entrega, bajita la mano, un billete al agente de Tránsito que le detiene en su trayecto rumbo al partido de futbol, que disfrutará con esos boletos comprados en reventa.
No se crea que vive a trompicones a causa del carácter: siempre libra los escenarios posibles gracias a la astucia innata de su clase y la porfía ataviada del “yo soy…” seguido de calificativos que demuestren la superioridad autóctona con aires de machismo.
Así pues, el mexicano es capaz de atender un multiservicios, cuatro hijos, dos esposas y un perro. El dinero, pues qué importa.
La astucia nacional navega con bandera de oportunismo y naufraga en la insensatez a causa de sus detractores connacionales.
No en vano aquel proverbio neoliberal dicta que no hay peor enemigo para el mexicano que otro de su misma especie. Y ha resultado cierto casi siempre.
Fotografía: Marco A. Rodríguez