5 octubre, 2024

“Nos vamos a encontrar algún día, hijo»

“Nos vamos a encontrar algún día, hijo»

Miguel Alvarado: texto. Ramsés Mercado: información e imagen. Karen Colín: diseño.

Tlaltizapán, Santiago Tianguistenco, México; 17 de junio de 2022.

La fila de niños camina entre las milpas y los caseríos. Todos ellos viven en Tlaltizapán, una comunidad rural del municipio de Tianguistenco, donde la pobreza y la muerte es una combinación que termina con todo lo poco que hay. Los niños caminan, algunos vestidos de blanco, por la vereda que los conducirá al funeral de su amigo, el niño Brandon, que tenía 6 años. El ris-rás de los zapatos contra la tierra parece cantar también las canciones que los mayores entonan a la manera del aire cuando pasa por las milpas y se enreda con un sonido áspero a las matas del maíz, que ahí vienen, que van creciendo diciendo en el idioma de las semillas que los ciclos deben cumplirse. Una hermana de Brandon lleva el retrato del niño y lo muestra a todos, pegado a su pecho. Ella también es una niña.

Esos cantos que las dolientes se saben desde hace mucho, que sus madres les enseñaron y que se les quedaron en la memoria porque son parte de una pena rocosa, que obliga a desandar los ínfimos tramos felices, decimos, esos cantos acompañan a los niños caminantes y a los globos que llevan en la mano. Ellos van en primero de primaria.

Una camioneta Explorer atropelló a Brandon y ahora nadie encuentra a la conductora, que de acuerdo a la madre del niño, en un primer momento se detuvo y estuvo en el lugar, pero luego desapareció y ahora nadie sabe nada acerca de su paradero. A la muerte del niño, la familia la califica de asesinato y exigen justicia para el más pequeño de sus hijos, el cuarto del matrimonio.


Y por eso, porque Brandon perdió la vida, los niños de Tlaltizapán van caminando cargando sus globos blancos, sus cartulinas azules con mensajes de despedida y solidaridad con sus padres, que no pueden evitar el llanto.

Este es el relato de cómo la pérdida de un niño puede quebrantar tanto a las familias, pero de también se trata de un ejemplo de cómo se recomienza otra vez. En esta vida reiniciada que ahora les toca a los padres, está incluida la tarea pesada y a veces imposible de dar con la verdad.

“Adiós, adiós, adiós, los ángeles cantan, adiós, adiós, adiós”, van cantando las mujeres que guían a los niños, que encabezan la procesión que lleva el cuerpo del niño. Han adaptado una pequeña mesa y en ella han colocado el féretro blanco. Parece un arco, un monumento del tamaño del niño y lo han adornado con papeles azules y blancos trenzados que alguien hizo con la calma de lo inevitable. Esas manos han formado una cadena de papel maché y también ha fabricado moños, que ha enredado en dos arcos que también sirven como agarraderas y que se llevan el verde de los campos de Tlatizapán, los bosques y sus ramas. Eso quisieran los padres de Brandon y eso trataron de hacer las manos que hicieron los adornos.

Este es el camino de todos los días para cuidar el maíz y la parcela. Pero así no se sabe bien cómo recorrerlo, por eso dudan entre dar la vuelta aquí o hasta allá, cerca del puente, para llegar a la calle en donde el niño murió y en la que se ha colocado una lona enorme, un sombrero de dos picos que ahora mece el aire, para que el pueblo y los vecinos puedan estar un rato, antes de ir al panteón.

No, nadie está listo, pero los anuncios que convocan para asistir a la misa de cuerpo presente no pueden dejar de ponerse. “Favor de acompañar la misa de cuerpo presente, se realizará en el lugar de los hechos a las 12. Gracias”, dicen los letreros, escritos con la tinta negra de un marcador con el que se ha dibujado una cruz y ramas de olivo.

Poco antes la casa de Brandon se llenaba de niños y flores desde temprano y parece un templo, no una iglesia porque entonces sería larga y doliente, aunque entrara el sol por todas partes. Se trata de un templo en los corazones de los padres, que se acuerdan del niño porque además la casa es el corazón palpitante de los que viven.

Un reloj de pared con la forma del timón de un barco dice la hora. A las 10:09 de la mañana cuatro cirios han sido colocados en los extremos del féretro. Todavía enteros, la luz de este día, que entra como una tempestad a la casa de la familia González, no consigue mitigarles el brillo. Las velas alumbran el camino de todos e incluso los que faltan siguen las señales, o eso se cree. En las noches de velación disipan las tinieblas y perfilan las figuras de la virgen de Guadalupe, del Cristo de las imágenes de los santos, del modular enorme colocado en uno de los muebles. Aquí en la sala de esta casa cabe todo, incluso la ausencia, que se ha repartido como otra sombra entre las veladoras, los frascos de vidrio con el azúcar, las flores multicolores y el retrato del niño, en el que aparece en un traje gris de gala, cortado a la medida como lo está la camisa a cuadros, el moño gris que le cierra el cuello. Una última despedida de la familia los reúne a un lado del féretro. “Nos vamos a encontrar algún día, hijo, como la familia feliz que somos”, le dice el padre abrazado de todos.


Al rato, uno de los hermanos mayores del niño llevará una pancarta en la que ha escrito “que retumbe la voz. Que la asesina de este angelito pague. Ni uno más”.

Desde la foto, el niño mira hacia algún punto. Frente al retrato hay un plato con dinero que servirá para los gastos finales. Ahí la comunidad y los amigos han depositado loque han podido. Y más atrás un plato con arroz y tortillas se pierde entre los ramos de las flores. Una olla de café se ha colocado a un lado del féretro y los padres no terminan de despedirse, no pueden separarse de ahí. Ni siquiera su juventud les permite ser fuertes. Ya lo han sido al preparar el funeral y lo seguirán siendo, aunque no puedan, porque la Fiscalía ha abierto una carpeta que corre el riesgo de no investigar nada.

El niño se dirigía a la escuela cuando fue atropellado. Iba en compañía de su madre y de otros de sus hermanos. La madre, María del Carmen Pineda es quien narra que el niño iba en su bicicleta y al llegar al cruce una camioneta se saltó el tope y se le fue encima. Entonces lo arrastró unos metros hasta que le pasó totalmente por arriba.

La familia Nájera Huertas ha dibujado a Brandon montado en su bici roja y le desea que en el cielo pueda jugar sin miedo y acompaña a la familia hasta la carpa, donde al mediodía comenzará la misa. Se trata de una conmemoración que algunas familias necesitan para hacerse de paz o de la resignación que les permita, primero, seguir moviéndose. Y por eso han colocado en el sitio en el que murió el niño una ofrenda que protegen con piedras. El suelo ha sido cubierto con pintura blanca porque es mejor eso que mirar la mancha de sangre. Ahí, en la ofrenda, hay veladoras, flores e incienso y alguien ha colocado un plato con un tamal de dulce. Quienes llegan depositan algo o despliegan cartulinas que dicen, por ejemplo, que si se quiere paz habrá que trabajar por la justicia, o muestran la exigencia para que la responsable sea entregada.

A la mitad de la calle hay un pequeño altar. La tela blanca, la figura de un cáliz y una hostia, las espigas doradas por el sol no significan lo que los niños sentados en las sillas que han colocado dicen con sus caras de pasmo. Cada uno sostiene su globo blanco y cada uno ha dejado de preguntar. Mejor se quedan quietos, ceñudamente callados, esperando nada más.


El letrero azul donde han escrito “Justicia para Brandon” se ha convertido en el centro de la ceremonia. Ahí, a los pies del mensaje está el niño. Casi todo el pueblo se encuentra aquí y casi todos lloran. La carpa no ha alcanzado a cubrirlos y por eso los asistentes han llevado sombrillas y sombreros.

El mensaje del sacerdote trata de ayudar a la familia González, que no logra entender cómo el vacío puede llenarlos de tanta amargura y no saben cómo se ha parado para volver a caminar y dirigirse al panteón. No saben cómo es que tres niños encabezan la procesión, el paseo final de Brandon por Tlaltizapán, que ha detenido el día por unas horas para que el luto comience, haga efecto. “¿Qué quieres de nosotros, Señor?”, se pregunta una mujer, tragándose sus palabras.

El cementerio ya se ve muy cerca.

Justicia para Brandon, pues.

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